La historia, que terminará trágicamente, comienza el primer domingo de marzo de este año, a las siete de la mañana, con el irritante sonido del despertador. Eduardo desplaza su mano derecha hacia la mesa de luz y con un movimiento automático, rutinario casi, pone fin a tanto escándalo. Abre los ojos, clava la mirada en el techo y después de unos segundos da un grito enérgico. “¡Arriba, chicos!”, grita. Martha continúa durmiendo, sin enterarse de nada. Estará soñando y será muy lindo lo que sueña, porque hay paz en su cara. Eduardo se sienta sobre la cama y levanta un brazo: quiere despertarla. Reprime el gesto y queda con el brazo en alto. La mira: el cuerpo de Martha apenas está cubierto por un camisón mínimo y transparente. Han pasado muchos años, pero a veces la desea como la primera noche. Nunca se lo ha dicho, porque jamás hablan de esas cosas. Baja el brazo con el propósito de intentar una caricia, pero en ese momento entran los hijos: Eduardito, Betina, y Elena. Diez, ocho y seis años, respectivamente. Los chicos hacen una broma y es como una orden para que, por fin, Eduardo sacuda a Martha. Ella abre los ojos y refunfuñando pregunta: “¿Qué hora es?” Instintivamente, se cubre con las sábanas y se sienta sobre la cama. Quiere saber qué día hace. Eduardo se pone de pie, corre una cortina y mira al cielo. “No hay una sola nube”, informa, “un día peronista, como le gustaba decir a tu padre.” Es una mañana con mucho sol, de cielo claro y brisa cálida. Un día ajeno a la tragedia. Sin embargo, esta historia tendrá un final trágico.

Ahora todos están alrededor de la mesa de la cocina, a punto de desayunar. Hay olor a tostadas recién hechas. Eduardo prefiere el viejo tostador de metal, dice que con el eléctrico irremediablemente se pierde el aroma a pan tostado. Martha y Eduardo toman café con leche; los chicos, Toddy. Hablan. Betina pregunta por qué no hay facturas y Eduardito pregunta si vos vas a hacer el asado, papá. Eduardo niega con la cabeza. “Pedro lo hace mejor”, dice. Hay una pequeña discusión acerca de quién prepara mejor el asado. Martha, que se había levantado a buscar mermelada, explica que si vamos a lo de Pedro, es justo que lo haga él, que es el anfitrión. Elena pregunta que es anfitrión. Martha dice que no hable con la boca llena.    .

Son casi las nueve y ya están listos para partir. Eduardito pregunta si lleva la pelota de fútbol. Betina quiere saber para qué y Eduardito le dice que no se meta en sus cosas. Martha dice que nada de discusiones. “Pasemos la fiesta en paz”, dice. Nadie puede imaginar que no pasarán la fiesta en paz. Regresarán a esta misma casa de la que ahora salen, pero sin la alegría que ahora llevan. Será terrible entrar y encender las luces y mirarse las caras. Será espantoso preguntarse una y otra vez, insistentemente, cómo pudo haber pasado. Pero eso sucederá algunas horas más tarde. En este momento Eduardo está calentando el motor y repite que se apuren, que siempre llegamos tarde y el asado no espera. “Son las nueve y media”, señala Martha y Eduardo dice que hay un largo trecho. “Listos, chicos, ajústense los cinturones”, y enfila hacia la casa de Pedro.

Ahí también todo comenzará a las siete de la mañana, pero sin despertador. Pedro no lo precisa: “Soy un reloj”, asegura. Tampoco Noemí lo necesita. Ella y él se despiertan casi al mismo tiempo y todos los días a la misma hora. Es una rutina de años que ni uno ni otro quiere cambiar. Pedro se sienta en el borde de la cama y por un largo rato se mira la barriga; después repite lo de todas las mañanas: “Voy a tener que hacer régimen”, dice. Se levanta y va hacia la ventana. Noemí da un par de vueltas en la cama y comprende que es imposible intentar otro sueño. Pedro le dice que prepare unos mates. Noemí está a punto de contestar algo, pero sólo hace un gesto de rechazo con la mano y se pone de pie. Camina hacia donde está Pedro y lo abraza por la cintura. “Vamos a tener un lindo día”, dice. Pedro afirma con un gruñido y le acaricia los brazos. Tampoco ellos pueden imaginar que ese día será de todo, menos lindo. “Estoy en el fondo”, dice Pedro, “preparando la leña”, y camina hacia el baño. Noemí comprende que tendrá que llevarle los mates al fondo. No le hace gracia, pero hoy no tiene ganas de discutir. “Voy a mandar a Diego a que compre facturas”, dice, pero Pedro ya se ha encerrado en el baño, así que no la oye. Diego tiene la misma edad que Eduardito y lo dejan ir a la panadería, que queda en la otra cuadra. Eso lo llena de orgullo y lo pone por encima de Estela, su hermana, que tiene tres años menos; pero no la dejan ir más allá de la puerta de calle.

Noemí llega con el mate y las medialunas. Pedro apila el último tronco y después, con el mate en la mano izquierda y una medialuna en la derecha, elogia la vida lejos de la ciudad. “Eduardo podrá hablar del centro”, dice, “pero esto no tiene precio.” Noemí dice que es cierto, aunque prefiere la vida de la ciudad. Es una mañana muy bonita y no tiene ganas de retomar una vieja e inútil discusión. El infortunio de horas más tarde sucederá por vivir en las afueras. O quizá hubiese sucedido de igual modo en la ciudad. No tiene importancia el sitio: serán vanas formas de encontrar una razón, una causa que lo justifique y lo haga verosímil.

Diego esta en la vereda, esperándolos. Estela, en cambio, prefirió quedarse en su cuarto, ordenando a las muñecas: ha puesto a la nueva en primer lugar. Se llama Pepona, y ni Betina ni Elena la conocen. Diego no deja de mirar por la calle solitaria. Distingue el coche cuando todavía están a tres cuadras y comienza a gritar: “¡Son ellos! ¡Ya llegan! ¡Ya están acá!”. El anuncio hace que Noemí deje de cortar la lechuga y que Pedro se aparte del fuego. Van hacia la calle. Estela preside la marcha, no supo aguantar la ansiedad y lleva a Pepona en brazos. Ahora están todos en la vereda. Forman tres pequeños grupos: Betina y Elena con Estela, que les muestra a Pepona; Eduardito y Diego, unos metros más allá; y Eduardo, Martha, Pedro y Noemí en la puerta, dispuestos a entrar. “Pavada de día”, dice Pedro y con un movimiento de cabeza señala el cielo. “Si, pero...”, duda Eduardo, como si por un instante presintiese lo que sucederá después. Martha le dice que no sea aguafiestas. Entran en la casa y Eduardo anuncia la sorpresa: “Traje la Polaroid”, dice y, antes de que alguien lo pregunte, informa que saca fotos y las revela al instante. “Van a ver que divertido”, asegura. La máquina únicamente puede tirar nueve fotos por rollo. Es justo la suma de las dos familias, pero nadie repara en eso, sólo les interesa saber cómo funciona. Eduardo promete explicarlo en la sobremesa.

Los dos hombres están en el fondo, frente a la parrilla. Las dos mujeres están en la cocina y las tres chicas en el living. Eduardito y Diego prefirieron la puerta de calle. Ahora es cuando más se advierte que es domingo y verano. Todo sucede sin prisa: la carne se va dorando poco a poco, los dos chicos en la vereda hablan de fútbol, las tres chicas en el living miran televisión, las dos mujeres en la cocina aderezan las ensaladas, y los dos hombres beben otro vaso de vino frente a la parrilla. Cada cual cumple su papel que, en ese instante, es idéntico al de cualquier otro domingo de verano. No hay un solo detalle que anuncie lo que vendrá. Sin embargo, cada vez falta menos para que todo se modifique.

Las mujeres llegan al fondo, vienen riendo de algo, pero ni Eduardo ni Pedro les dan importancia. Pedro dice que los chorizos ya están a punto. “Llamá a los chicos”, le pide a Noemí. Aparecen Eduardito y Diego, entonces Noemí transfiere el pedido y Eduardito y Diego corren hacia el living, en busca de las chicas. Un rato después los nueve rodean la mesa. Es el segundo momento del día en que están todos juntos. El primero fue en la puerta de calle, el segundo es éste, el tercero va a ser cuando Eduardo explique cómo funciona la Polaroid, y el cuarto será el fatal.

Una hora después ha quedado bastante carne en el asador y casi toda la ensalada en las fuentes. Martha dice qué pena por las ensaladas y dice que la carne se puede comer a la noche. No sabe, no puede saber, que dentro de muy poco sucederá algo que va a modificar irremediablemente cualquier plan: esa carne, que en este momento acomodan en una bandeja, irá a parar a la basura, junto con las ensaladas y cualquier otro vestigio de esa comida, acaso con el inútil propósito de borrar el recuerdo. Será imposible, porque estarán las fotos.

Eduardo le pide a Eduardito que vaya a buscar la Polaroid. “Con cuidado”, le dice. Eduardito va hacia el living, lo acompaña Diego. Regresan con la cámara y es casi un ceremonial: caminan despacio, Eduardito tiene el privilegio de llevarla y Diego oficia de escolta. Las tres chicas, que habían vuelto a la televisión, dejan el programa y los siguen. Otro tanto hacen las dos mujeres, que estaban en la cocina, charlando en voz baja. La Polaroid se convierte en un elemento aglutinante: todos rodean a Eduardo, para que les explique cómo funciona. Eduardo asegura que no hay mejor explicación que la práctica. Dice que se pongan así, y los va acomodando uno a uno. Retrocede cuatro pasos, ordena no moverse, bromea con que hay que mirar al pajarito, y dispara. Ahora todos miran la máquina, aguardando el milagro: por la parte inferior sale una foto. “Está oscura, no se ve nada”, protesta Pedro. Eduardo dice que espere, que hay que esperar unos minutos. Nadie habla. Sobre el papel, lentamente, comienza a dibujarse la foto. El primer chillido de admiración es de Noemí. “Mirá las cosas que se inventan”, dice, y Martha dice “cuánto te habrá costado, tenés cada capricho”. Eduardo ríe. “Ahora vos”, le dice a Pedro, “así salimos todos”, y le explica cómo hacerlo. Pedro dispara la segunda foto, que tiene casi la misma pose que la primera. Para la tercera ya han vencido la sorpresa y actúan con libertad: cambian el ademán serio por el cómico. Es Noemí quien la dispara. Eduardo y Martha parodian el gesto clásico de un matrimonio de fin de siglo. Cuando dispara Martha, Pedro y Noemí apoyan cabeza contra cabeza y le sacan la lengua a la cámara. Cada uno de los nueve tira su foto; hasta Elena, que es la más pequeña. Los mayores hacen morisquetas y los chicos posan ceremoniosos. Eduardito insiste en un imposible gesto de galán y Diego intenta un semblante deportivo. Betina opta por un ademán serio. Elena la imita. Estela insiste en salir con su muñeca y apoya la cabecita de Pepona contra su cabeza.

Gastarán el rollo, y no habrá modo posible de avisarles que después de eso vendrá la desdicha. No podrán saberlo ni Eduardo ni Martha, que congelarán para siempre una payasesca actitud de matrimonio de fin de siglo; ni Pedro ni Noemí, que reirán, cabeza contra cabeza, sacándole eternamente la lengua a la cámara. No podrán saberlo ni Eduardito, que quedará con los ojos semicerrados y una frustrada pose de galán, ni Diego, perpetuado en una ridícula postura deportiva. No podrán saberlo ni Betina ni Elena, fundidas en una mueca rígida, ni Estela, feliz de que Pepona también haya salido. No habrá modo posible de avisarles que para uno de ellos ése será el gesto definitivo, su última actuación en este mundo. Porque dentro de muy poco, de casi nada, con la misma ligereza que esa tarde gastaron el rollo, se gastará sin remedio la vida de uno de ellos. Uno de los nueve morirá, así de simple.