Vamos al grano. Había una vez un gato que se llamaba Ronrón.

Ronrón tenía una dueña que se llamaba Anita.

Anita tenía, para el momento del cuento, unos siete años. Nadie sabía cuántos años tenía Ronrón. Tampoco nadie sabía de dónde había venido. Apareció, así, de repente, una tarde, bajando la escalera de la terraza,  lo más confiado y cafisho, ronroneando como un camión o una grúa del puerto. Por eso Anita y su mamá le pusieron ese nombre.

Pero ahí no termina la cosa. Ronrón era un gato raro, diferente. Bastante diferente.

Además de ronronear como un camión o como una grúa del puerto, Ronrón tenía la rara habilidad de no romper las muñecas de Anita, y ya se sabe que los gatos adoran romper las muñecas de cada casa donde hay gatos, muñecas y nenas.

Pero tenemos que ir al grano.

Lo más raro de Ronrón, lo que lo hacía un gato, digamos, excepcional, no era su llamativo ronroneo, o su cuidado al jugar con Anita y sus muñecas. Tampoco le sobraban patas, pelos, cola o cualquier cosa que defina un gato de verlo, nomás. No.

Ronrón era un gato raro, rarísimo, porque nadie sabía de qué color era.

No quiero decir que era invisible, transparente, mágico o tornasolado, aunque cualquier gato invisible, transparente, mágico o tornasolado sería, sin dudarlo, un gato raro, rarísimo.

El asunto con Ronrón era más o menos así: un día el gato se desperezaba con el pelo blanco; al otro era totalmente negro. A veces naranja o azul. Incluso hubo días en que su pelaje tenía todos los colores mezclados, o desayunaba estrenando franjas de violeta, marrón, amarillo y hasta celeste en alguna que otra ocasión. Otras veces la novedad era dejarse ver con manchitas con forma de corazón de color verde por todo el lomo. Y así todos los días. Todos los días un pelaje diferente. Lo único incesante en este gato rarísimo y policromático era que cada vez que la veía a Anita se ponía a ronronear como una grúa o un camión.

Una noche, Anita, que era una nena bastante curiosa para tener siete años, quiso averiguar el secreto del pelaje de tan excepcional gato.

Se hizo la dormida a la hora de costumbre y en realidad se durmió casi enseguida, pero pudo despertarse justo justito para ver cómo Ronrón saltaba, con la agilidad de cualquier gato, por la ventana que daba al patio.

Anita se levantó de la cama, con la torpeza de cualquier nena de siete años que quiere averiguar de qué color es su gato, y la mamá de Anita siguió durmiendo como cualquier mamá de una nena de siete años.

Pero como esta es la historia de Ronrón y su misterioso color, vamos a dejar tranquila a la mamá de Anita.

Ronrón saltó de la ventana al patio y del patio fué a la escalera que llevaba a la terraza. De la terraza pasó al techo de la casa de al lado, y de ahí a la terraza de Jorgelina, la maestra jubilada.

La terraza de Jorgelina tenía dos cosas que la diferenciaban de todas las otras terrazas de la manzana. Tenía un altillo y, en ese altillo, una luz que se prendía todas las noches.

Anita siguió a Ronrón hasta donde pudo, es decir hasta el tapial que separaba la terraza del techo del vecino. Ahí se asomó justo justito para ver a Ronrón entrando al altillo de la casa de Jorgelina después de dar un par de vueltas alrededor de las macetas con helechos.

Además de la luz prendida, el altillo de la casa de Jorgelina tenía muchas ventanas, y este detalle resulta importantísimo para resolver el misterio del color del pelo de Ronrón.

Sin luz y sin ventanas, Anita nunca podría haber sabido qué pasaba, cada noche, en ese altillo. Porque ahí, en ese altillo, cada noche, ocurría el milagro del pelaje de Ronrón.

Resulta que Jorgelina, además de ser maestra jubilada, era pintora, y Ronrón se entretenía refregando su pelaje contra los pinceles, tubos, paletas, trapos y cualquier otra cosa manchada con pintura que hubiera en el altillo.

Ese era el misterio del color del pelaje de Ronrón. Cada pincel, tubo, paleta o tapo manchado que Ronrón tocaba, le dejaba una mancha de color. Y Ronrón no dejaba nada sin refregar.

Y así fue como Anita, la valiente nena detective, resolvió el misterio del color del pelaje del gato Ronrón.

Nunca se lo dijo a su mamá, porque sabía que levantarse a la medianoche no era algo para contar a una mamá, por más misterio resuelto que hubiera.

Pero ese no fue el único misterio resuelto esa noche.

Esa noche, como todas las noches, Jorgelina subió al altillo de la terraza y preparó los pinceles, pomos, tubos, trapos y paletas para pintar, y como todas las noches, se durmió sentada en el sillón que usaba para buscar inspiración, sin ver a Ronrón observando desde su escondite entre los helechos, y mucho menos entrando al altillo y refregarse con cada cosa llena de pintura que había.

Lo que nosotros sabemos, y que no sabe nadie más, ni siquiera Anita o Jorgelina, es que el ronroneo de Ronrón era la fuente de inspiración para los cuadros de Jorgelina, famosos por estar repletos de camiones y grúas del puerto.

Y esa es la historia de Ronrón y su extraño color. Y de los cuadros de Jorgelina.

***

Una escritora a la que le tengo mucho cariño y respeto leyó el cuento y me señaló que un gato pintado sobre pintado no es verosímil. Y tiene razón. El pastiche de óleo y pelo en algún momento se torna, no sólo evidente, sino además insoportable. Sobre todo para el gato. Imaginesé. Si no es el mismo gato, Anita o su madre en algún momento intentará eliminar la mugre del felino. Y entonces, chau misterio y chau cuento. Con el mismo criterio podemos eliminar de todas las bibliotecas muchos otros cuentos. Por ejemplo, la cenicienta. Si toda su ropa se desvanece a las doce, no es razonable que sólo un zapato siga existiendo después de medianoche. Y sin ese zapato, convenientemente en manos del príncipe, la cenizosa volvería a su anonimato miserable, probablemente para siempre. Otro ejemplo: El Señor de los anillos. Un novelón. Tres tomos de aventuras que se hubieran podido evitar si en vez de ir caminando al Monte del Destino viajaban en cómodas y eficientes águilas gigantes -las mismas que rescatan a Frodo Bolsón una vez destruido el Anillo Único‑.

Quiero decir que la construcción del verosímil -asunto espinoso en la literatura y aún más en la vida real‑ depende de la suspensión del juicio crítico y la incredulidad. Este fenómeno es evidente. No es Alfredo Alcón, es el príncipe de Dinamarca, no es Robert Downing, es Iron Man. No son palabras, son molinos.

Otro caso, más grave, de supresión de la incredulidad: Lo peor ya pasó, el Fondo es bueno, veinticinco pesos está bien. ¿Habrá alguien que le pase un trapo al gato para saber de qué color es su pelaje?

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