La idea de este cuento nació en la mañana de un domingo de verano, veintisiete grados, cielo despejado y sol agradable: un día peronista, como luego dirá uno de los personajes del relato. Mal que nos pese, la gente también se muere en bellos domingos de sol. Supongo que este lugar común me habrá llevado a un angustiante cuento nada común: “Matar a un niño”, se llama y lo escribió el sueco Stig Dagerman, quien se suicidó en 1954, con apenas 31 años de edad. En base a esa desesperada crónica escrita por Dagerman, decidí describir el momento en que dos familias se encuentran con el saludable propósito de comer un asado, al mediodía de un verano acogedor. 

Crónica, creo, es la mejor manera de definir el modo de esta narración, propuesta por medio de un relator que, pese a ser el dueño de la totalidad del relato, es incapaz de revelar lo que piensa cada una de las criaturas puesta en escena, sólo debe limitarse a describir sus movimientos y repetir sus palabras. 

Los sucesos acontecen en una época no tan lejana, aunque frente a los selfies de hoy en día, mencionar a una Polaroid inevitablemente nos lleva a la prehistoria. Valga como justificativo recordar que “esa costumbre que sabe tener la gente” sucede en todas las épocas. El título, como se nota, se debe a dos versos de una milonga de Borges: “Milonga de Manuel Flores”. El cuento integra mi libro El final de la calle que la editorial Emecé publicó en 1992, cuando las Polaroid aún sorprendían.