La ira narcisista en las redes sociales que se viene ejerciendo sin pausa desde hace un buen tiempo, merece dedicar una reflexión sobre los conceptos de activismo y de prójimo, y también la eficacia con que se reinventan ahí en la interfaz el crimen y el castigo. Debates a muerte que transcurren entre los señalamientos, el desprecio, los insultos y el bloqueo. Aquellos que compartieron, alguna vez, conversaciones de sobremesa y hasta acciones comunes abandonan con frecuencia toda interlocución que pueda cuidar al otro y, si lo creen necesario, se anulan recíprocamente. De por sí, en esa vigilancia fantasmal del otro sobre una pantalla plana donde no hay mirada que nos sea devuelta, mi vecino ya no será mi vecino, ni mi compañerx de luchas lgtbi mi compañerx. El narcisismo contemporáneo es el combustible que amenaza toda obra en común. Liberados del contacto con otro cuerpo y otro rostro, solo quedará el recurso del lenguaje solipsista, indiferente a la dimensión del encuentro, que devendrá en campo de batalla virtual. Lo importante no es en las redes sociales la fábrica del argumento, sino el espejo donde verlo reflejado. A ese atolladero hemos llegado, por ejemplo, quienes buscamos formular una opinión sin por eso ser de inmediato deslegitimados o censurados. Agota.
El narciso se escucha a sí mismo y, abismado en su ego, se erige en “el discurso”; lo encarna. Es el Tercero, aquel otro que maneja los hilos del intercambio fallido entre dos adversarios circunstanciales. Se inviste, en tanto discurso, como el bien superior que controla todos sus flujos. Un comentario, un artículo, es objeto de masacre, o celebrado, o ambas cosas a un mismo tiempo y de manera contradictoria. La velocidad de lo virtual favorece las pulsiones; no repara en consecuencias personales ni políticas. A las diatribas contra un artículo, un libro o una canción por ejemplo, se disparan balas contra el autor, a quien lo asalta el temor pánico si se ha animado a interpelar la violencia desatada en la comunidad virtual por parte de quienes se arrogan poder de policía. Nadie quiere admitirse comisario político, pero vamos, alcanza con revisar las propias intervenciones a lo largo de la semana, o incluso del día.
Dentro de los colectivos lgtbi existen varias maneras de experimentar la violencia. Pero son aquellas personas, que por su pertenencia a la identidad sexogenérica más perseguida (trans), o por ser desposeídos de todo bien, la sufren en mayor medida, a causa de las instituciones del Estado, la familia, la sociedad, el orden económico y hasta de quienes ocupan los asientos premium del colectivo lgtbi. Basta con ver el rechazo que las maricas y lesbianas del conurbano y las personas trans producen cuando entran en contacto con las cómodas disidencias de los barrios conchetos. Identidades atravesadas por la clase y el repudio, que deben afirmarse en su diferencia para no ser atropelladas y ganar su propio espacio. Eso resulta claro.
Lo que me inquieta es la falta de cuidado en las redes sociales entre nosotrxs, quienes tantas veces nos hemos considerado aliadxs de batallas materiales compartidas, que se produjeron en el ámbito de los mismos edificios del poder público y en las calles. Cuerpo contra cuerpo, ofrecimos la mirada y nos fue devuelta. Ahora, ¿cómo deberíamos reaccionar cuando en un posteo, en un tuit, alguien que hasta ayer era el prójimo lgtbi nos exige callar? De pronto esa criatura fantasmal emerge en la pantalla plana, mutado en vigía internauta que nos llama a silencio en nombre del Tercero, el discurso encarnado. A partir de ahí, el diálogo es imposible, porque ese Tercero informa e impone, no dialoga.
Estamos en medio del momento más trascendente de la revolución antipatriarcal. Y toda revolución en busca de la libertad tiene su momento jacobino. El enemigo es poderoso, y la energía para vencerlo requiere una saludable crueldad. Pero siempre, y en la misma medida, la obra libertaria a completar precisa fuertes sentimientos de amor entre nosotrxs. No somos el blanco adonde apuntar, ni busquemos convertirnos en rivales miméticos o en alimento gratuito de muchos medios de comunicación para sus objetivos de siempre.
Hubo un momento, en la década del noventa, en que el liderazgo modélico y amoroso de Carlos Jáuregui evitaba las crisis entre los prójimos lgtbi. Con el cambio de milenio, y la desaparición de aquel modelo, se produjo la necesaria diferenciación y demandas específicas, de las que muchxs nos reconocemos aliadxs y actuamos en consecuencia. Y, en tanto aliadxs, somos en cierta manera un espejo contra el cual no debería estrellarse ninguna primera piedra. Ningún discurso supremo que nos informe si somos justos o pecadores. Porque llegará el momento en que los gritos rivales seguirán sonando, pero en el desierto.