Mi mamá dice que estamos mejor así. Ahora que somos sólo ella y sus dos amores. Que los tres estamos bien y que no necesitamos de la ayuda de nadie más. Y yo creo que tiene toda la razón: ahora todo está un poco más quieto y más tranquilo. Es como si las todas las cosas, los días y las personas, se hubiesen congelado.
Hace una semana que se fue mi papá. Una mañana, mientras servía el desayuno, mi mamá me dijo que se había ido del pueblo y que no íbamos a volver a saber de él. No lloraba ni nada. Ni yo tampoco es que lloré siquiera. Lo que pasa es que hacía mucho tiempo que estaba como ido. Desde que no quiso ir más al cementerio. Quiero decir que a partir de ahí dejó de ir a trabajar, y lo único que hizo fue encerrarse en la pieza y ponerse a llorar. Solamente aparecía cuando lo llamábamos para comer los mediodías. Pero se sentaba en la mesa tan acurrucado y con tanta cara de amargura que yo prefería quedarme mirando televisión y olvidarme de que estaba con nosotros.
A veces me pongo a pensar en cómo era todo antes del accidente. Hay días que cuando no hay nadie me meto en la pieza y saco unos álbumes de fotos del cajón de la mesita de luz. Una foto sobre todo es la que me gusta, en el álbum de mi bautismo. Estamos los cuatro parados en las escaleras de la iglesia: mi hermano chiquito en los brazos de mi mamá. Yo abajo, con el pelo revuelto por el viento. Pareciera que es un día frío. Mi papá tiene la barba crecida y lleva puesta una campera marrón. Sonríe como un gatito.
Pero cuando miro la foto y quiero pensar en cómo eran esos días, cómo era la familia antes del accidente me quedo como sin fuerzas, como me pasa cuando quiero acordarme de un sueño que tuve la noche anterior. Me gustaría preguntarle todas esas cosas a mi mamá. Cuando la veo sentada en el sillón del patio a la noche, fumando con los ojos cerrados como si estuviera pensando, casi me animo a decirle las cosas que pienso. Pero al final me quedo callado. Sé que no le gusta hablar del pasado. Que lo pasado pisado muchachito.
A la mañana voy a la escuela como siempre. Hace tiempo que todo volvió a la normalidad. Por suerte pasó la época en que las maestras me miraban como si fuera un bicho raro y ya casi nadie me pregunta por cómo están mis papás. Con los chicos me pasa lo mismo. Siempre hay alguno que lo vuelve a nombrar al Agustín y de cómo era y las cosas que hacía, y que qué lástima y todo eso pero yo no tengo problemas en decirle que ahora Agustín es un angelito y que estoy con él todos los días.
La casa está un poco más vacía y silenciosa, es cierto. Ahora parece que viviéramos en otra casa mucho más grande. Cuando termino la tarea y me canso de jugar me gusta caminar de un lado a otro por las habitaciones y las salas. Sobre todo cuando es un día de lluvia. Camino y camino y abro y cierro las puertas y las ventanas hasta que encuentro algún escondite y me quedo ahí sentado escuchando la lluvia. Puedo pasar horas así y a veces termino aburriéndome. Mi mamá me dice que no me tengo que preocupar por estar aburrido, porque todo el mundo se aburre alguna vez.
Ahora que no está mi papá vamos todos los días a visitarlo. A la hora de la merienda. Mi mamá me hace dormir la siesta hasta más o menos las cuatro de la tarde y cuando me levanto ella ya está preparada para que salgamos: se nota que se ha pasado el tiempo mirándose al espejo y probándose ropa. Supongo que le gusta estar bien vestida para ir a verlo al Agustín.
De tantas veces que fui ya lo siento como mi casa, al cementerio. Me gusta porque está en un lugar tranquilo, saliendo del pueblo, y hay un caminito de tierra lleno de árboles antes de llegar. Y también me gusta porque por allá parece como que el cielo se abriera y las nubes se vieran muchísimo más cerca, casi al alcance de la mano. Mi mamá conoce el lugar y lo conoce al encargado: es un hombre que se llama Sergio y que siempre tiene puesta una gorra blanca.
El hombre se queda como paralizado y con ojos de susto cuando nos ve cruzar puerta: se le arruga la cara como una pasa de uva. Pero después de que mi mama se acerca y le pone unos billetes en el bolsillo del pantalón el hombre suspira y al final nos lleva dónde está el panteón de la familia. Antes de que entremos pasa él, se toma un rato para acomodar las cosas, y después sale por la puertita sin saludar ni decir nada, como si no nos conociera.
Yo siempre me siento en la misma sillita y espero a que mi mamá termine de acomodar. Quiero decir que ponga el mantel y las tazas, y que saque el termo y las galletitas. Nunca me canso de mirar alrededor cuando estoy adentro de esa casita del cementerio: los mármoles, las estatuas, las cruces. Detrás de las ventanas, por más que haga sol afuera, todos los días parecen nublados.
Cuando todo está listo mi mamá lo va a buscar al Agustín. Abre el cajoncito y lo levanta de los brazos. Ése es el momento que más me cuesta, por el olor que ha empezado a salir de mi hermanito. Es como si me metiera un bicho por la nariz. Lo sienta en la sillita en frente mío y él se queda ahí quietito, con la cabeza un poco caída hacia adelante o hacia el costado. Entonces mi mamá sirve el té para nosotros y pone las galletitas en un platito. Me cuesta un poco comer con ese olor tan fuerte, por más que sean las masitas que me gustan. El Agustín por supuesto que no come nada, porque los chicos que se convierten en angelitos ya no necesitan comer ni nada de eso.
El trajecito que tiene está igual que siempre, como si se lo hubieran planchado un rato antes. Es que el Agustín no parece crecer como todos, sino que va cambiando de otras maneras. Lo más que le cambió a él es la forma de la cara: es como si algo se la hubiera ido comiendo. Ahora sólo se ve un agujero oscuro dónde estaba la boca y la nariz. Parece que nos mirara desde ahí. "Nos mira desde el cielo", dice siempre mi mamá.
Las cosas están mejor ahora, es cierto. Al menos para ella: no puede ocultar la sonrisa cuando nos volvemos del cementerio. La felicidad se le nota en todos lados. Le gusta tener ahora un angelito en su vida. Lo dice todo el tiempo. Yo miro para la ventana cuando la veo así. "Los dos van a ser mis angelitos, quedate tranquilo", me dice a veces, cuando me ve así callado, haciendo como que miro el paisaje.