Este mes de junio, por cuarta vez, volveremos a ocupar la calle para decir Ni Una Menos. Desde el primer 3 de junio, en 2015, el movimiento que se convirtió en marea arrasadora no ha parado de crecer. Cada vez somos más las que entendemos el feminismo como la casa de nuestras rebeldías, que queremos habitar. Una casa donde la mano esté tendida para la otra, porque hacemos cuerpo lo que declamamos: estamos para nosotras. En esa manera de estar, nos reconocemos en los pañuelos verdes que desde hace 13 años son el signo de la lucha por el derecho al aborto legal que, ahora mismo, por presión de la calle, por la capacidad del feminismo de darle cuerpo y sentido a esta demanda, está muy cerca de ser debatido y esperamos que aprobado en el Congreso de la Nación, mientras la discusión no para de profundizarse en los barrios, las casas y las escuelas.
Ni Una Menos es contraseña contra la violencia machista y patriarcal y así se ha afianzado en muy diversos territorios a nivel internacional. Su clave está en la apropiación transversal de un grito colectivo capaz de conjugar el ¡Ya basta! que detiene y consuela las heridas en el propio cuerpo y de denunciar a la vez la opresión de las violencias económicas, políticas e institucionales que también son patriarcales. Así pudimos decir Ni Una Trabajadora Menos frente a los despidos constantes y masivos que imponen las políticas de ajuste. Dijimos Desendeudadas Nos Queremos frente a la expropiación de nuestro tiempo y nuestro trabajo por el disciplinamiento financiero. Ni Una Travesti Menos para dar cuenta de cómo los cuerpos disidentes son marcados de manera particular por el machismo. Ni Una Migrante Menos para denunciar las políticas del racismo institucional. La bandera Ni Una Menos se cuelga en las escuelas para reclamar Educación Sexual Integral y también se hace oír el Ni Una Menos por aborto clandestino. Ni Una Menos se dice contra el femicidio territorial en América Latina a manos de fuerzas represivas estatales y para-estatales: Marielle Franco asesinada en Brasil y lideresas comunitarias en Colombia, México, Ecuador, Honduras, Nicaragua y Perú.
Esta manera de entramar y hacer cuerpo y voz lo personal y lo colectivo, lo político y lo doméstico (que también es político) habilitó una militancia al modo del tejido y del enjambre: una manera en la que hoy se anudan las experiencias y demandas feministas puestas en juego en territorios y cuerpos (y en cuerpos-territorios) concretos. Por eso, los pañuelazos por el derecho al aborto tienen una fuerza particular cuando se hacen en las villas, así como las asambleas tienen otra textura cuando son capaces de elaborar colectivamente los conflictos. Las geografías del movimiento feminista son sinuosas y múltiples: el llamado al paro resuena de otro modo en la Selva Lacandona cuando lo dicen las zapatistas y la educación feminista gana otra fuerza con las jóvenes con pasamontañas en Chile; festejamos con las irlandesas en la calle el triunfo del plebiscito por la legalización del aborto y nos unimos a la manada que impugna la justicia patriarcal y toma las calles en España. Seguimos nutriéndonos e investigando cómo se expande este nuevo internacionalismo.
Pero el fervor por lo que venimos consiguiendo, por la disponibilidad de sentidos antes relegados a guetos que hoy devienen masivos, abren a una necesaria interrogación y experimentación sobre nuestras formas de vida y de organización. ¿Qué significa ser feminista a la hora de enamorarse? ¿Cómo acompañamos la libertad de las adolescentes para poner en juego su deseo sin que sus derivas sean apropiadas por la maquinaria patriarcal que las sigue viendo como objetos de cambio? ¿Qué clase de justicia feminista podemos poner en juego cuando las denuncias por acoso sexual se dan entre adolescentes? ¿Cómo reparamos colectivamente las heridas de las que sobrevivieron a la violencia machista? ¿Hay alguna alternativa a la cárcel para los hombres violentos, hijos obedientes del patriarcado? Y frente a los femicidios cotidianos, ¿cómo profundizar la organización y la alerta?
Necesitamos estar cada vez más atentas y cuidadosas con el dolor, con las formas particulares de violencia sexual contra las niñas y adolescentes, con los modos institucionales y clasistas con que se quiere de nuevo encorsetar nuestros debates y nuestros deseos. Porque no somos solamente víctimas pero el duelo no se termina, porque la respuesta misógina a nuestra autonomía es la crueldad que se imprime en los cuerpos feminizados. Porque todos los días hay un ejecutor dispuesto a terminar con la vida de una mujer o de una travesti como forma de disciplinarnos a todas y de reponer una autoridad masculina que se niega a pensarse a sí misma.
El mundo que conocíamos, el mismo que queremos cambiar se resquebraja y hacemos pie sobre tembladerales. Esto es signo de que lo estamos cambiando todo y a la vez de que necesitamos hacer lugar al duelo y al desconcierto frente a la ardua tarea de construcciones y horizontes revolucionarios que desconocemos pero que deseamos.
La potencia de nuestro movimiento no es lo contrario al dolor si no una manera de reconocerlo, de advertir las heridas cada vez más profundas del racismo y del colonialismo, de los modos en que la crueldad intenta disciplinar a diario nuestros cuerpos a través de la violencia sexual, de la imposición de una belleza hegemónica y del permiso para habitar el mundo para unos pocos cuerpos supuestamente normales. La potencia no es un empoderamiento banal ni un triunfalismo que se agota en el gesto de declararnos juntas cuando estamos atravesadas por una crisis que es cambio de época. La potencia es estar juntas en la calle cuando marchamos pero también poder aliarnos con las pibas que hoy viven en la calle sin elegirlo y tienen que ponerse pillas, en medio de una trama de violencia que las abusa a diario. La potencia es estar juntas en la calle cuando marchamos pero también hacernos cargo colectivamente de que la represión se ensaña más cruelmente con las que están en la cárcel.
La tierra tiembla. Verdaderamente la tierra se mueve bajo nuestros pies y lo sentimos día a día. Los umbrales de tolerancia frente a la violencia machista se han modificado sin vuelta atrás. El abismo que hoy se abre a las relaciones -especialmente las amorosas y familiares- intenta ser respondido sólo con moral punitivista o con protocolos que intentan calmar la incertidumbre. Necesitamos construir nuestros cuidados y nuestra autodefensa. Las formas de organización tradicionales ya no dicen nuestros anhelos de ocupar las ciudades y las casas de otro modo ni contienen las sensibilidades nuevas que derraman maneras diversas de sentir, percibir y pelear. El feminismo no es una moda, no es una remera, ni puede ser reducido a la demanda de cupos –aun cuando la paridad es una exigencia en todos los ámbitos de organización y de representación mixtos–. Tampoco es un lugar a ocupar en una unidad que no se cuestione el modo de construir política, de ejercer liderazgos y de representar a otrxs. No es tampoco reducible a un conjunto de demandas a incluir en una plataforma electoral.
El movimiento feminista pone en el centro de la política la cuestión del deseo y eso no admite respuestas fáciles ni veloces. El deseo es también un terreno de disputa, de tensión, de contradicciones. Es un espacio de experimentación, de pliegues y repliegues. Dijimos que en este movimiento nos mueve el deseo. Y eso se lo disputamos al mercado, a las promesas de la publicidad, y a las agendas de género neoliberales. No es un deseo individual sino que se teje en la trama colectiva, que busca su espacio- tiempo para realizarse, para encontrar sus bordes, para decir su nombre. Nos mueve el deseo de habitar esa casa feminista a construir a la vez que construimos comunidades. Nuestro deseo es también una apuesta de tiempo, el tiempo de esta revolución que es abierto y es ahora.