Es la segunda ocasión en que Alejo Moguillansky titula una película con el nombre de una obra preexistente y eso no tiene nada de casual. En El escarabajo de oro (2014), una troupe de cine remedaba sin quererlo aventuras que se parecían y no tanto a ese relato de Edgar Allan Poe (y de La isla del tesoro, dicho sea de paso), de modo que ambos planos, el de la realidad cinematográfica y el de la ficción evocada, se reflejaban entre sí. En La vendedora de fósforos, presentada también como aquella en el Bafici (edición 2017), la troupe de cine es remplazada por una de ópera, reunida para poner en escena el cuento homónimo para niños escrito por Hans Christian Andersen. Lo cual aproxima, a su vez, al film más reciente del autor de Castro (2009) a su opus 2, El loro y el cisne (2013), donde un elenco de danza ensayaba una versión de El lago de los cisnes, cuya trama funcionaba como espejo más o menos deformante de la historia de los protagonistas. En todos los casos, lo que parece interesar a Moguillansky (1978) es ese juego de reflejos y refracciones que se establece entre dos planos de lo real (y lo ficticio), así como el hablar, a través de una ficción, de lo real de la creación de esa ficción.
Moguillansky parecería poner también en escena, en sus películas, una serie de diálogos entre la cultura argentina y la extranjera, europea o estadounidense. Tchaikovsky y el grupo de danza de El loro y el cisne. Poe, Stevenson y los cineastas de El escarabajo de oro. Ahora se trata de la relación entre el danés Andersen y el Teatro Colón, pero también, y sobre todo, de la vanguardia europea (musical y política), y el arte y la política locales. Las relaciones que la película plantea no son exactamente de diálogo de ida y vuelta, pero tampoco de asimilación mecánica, colonial. En los tres casos, el Norte aparece lejano, casi fantasmal, poco procesado por los relectores del Sur, que de modo absolutamente práctico, irreverente a veces, intentan “traducir” aquellos textos canónicos a la circunstancia en la que están (cosa que sucede en El loro... y aquí), o los convierten sin darse cuenta en hechos concretos, en lugar de obra artística. Que es lo que ocurre en El escarabajo...
Aquí, un joven regisseur llamado Walter (Walter Jakob, cuyo nombre sirve de juego metaficcional) es contactado por Helmut Lachenmann, compositor alemán de música contemporánea (el propio Langemann, haciendo de sí mismo) para que dirija, en el Teatro Colón, una versión de aquel tremebundo relato de Andersen, en el que una niña castigada por su padre muere en la calle, de frío e inanición. Sin saber muy bien para qué lado encarar –en estos días el personaje puede funcionar también como referencia a Jorge Sampaoli–, Walter pide ayuda a su esposa Marie (María Villar), pianista que al mismo tiempo comienza a tomar clases con una anciana dama. En este punto aparece un tema, el de la escasez de dinero que suelen sufrir los artistas, que Moguillansky había tratado en una obra de teatro (Por el dinero) que cuatro años atrás puso en escena en el Teatro San Martín. Aparece también el motivo de la culpa paterna (del cineasta y de sus personajes), por no poder cuidar como deberían a su pequeña hija Cloe, que para terminar de fusionar planos no es otra que la hija del realizador.
Tal como ocurre con la falta de dinero (que llevará a Marie a cometer un acto no precisamente loable), otros elementos de lo real se interponen en el de por sí desorientado camino artístico de Walter. Básicamente, un paro de transportes, que acentuará los problemas y desencuentros sobre el final. Y que de alguna manera reflejará, a la distancia, el combate contra la burguesía de los jóvenes europeos de los 60, traducido al aquí y ahora. Elementos provenientes de otros universos ficcionales (la película Al azar Baltasar, de Robert Bresson, básicamente) colaborarán también para darle a La vendedora de fósforos forma de rapsodia, estilo de composición musical que del realizador de Castro inevitablemente adopta para sus creaciones. Rapsodia y fuga: como si se tratara de aspiradoras agujereadas en la parte de atrás, las películas del realizador chupan a gran velocidad los más variados polvillos (el cuento de Andersen, la autobiografía, la vanguardia europea de la segunda mitad del siglo, las Brigadas Rojas alemanas, la contemporaneidad argentina), los procesan y terminan disparándolos otra vez hacia afuera.
El factor comedia está dado esta vez más por el tono que por gags o escenas concretas, así como la velocidad, y por lo tanto la locura del relato, aparece algo más ralentada, más sosegada que en El escarabajo... Contrariamente, la autorreferencia se vuelve más explícita. Cuando Lachenmann monologa, sobre el final, sobre el rechazo de las experiencias artísticas de vanguardia por parte de la vanguardia política, en la Alemania de fines de los 60, es casi transparente que el monólogo funciona como respuesta de Moguillansky a las acusaciones de formalismo, diletantismo y apoliticismo que tanto sus películas como las de su productor, Mariano Llinás, y su compañero de ruta, el realizador Matías Piñeiro, suelen recibir por izquierda.