Imaginen el cuento infantil con el argumento más rebuscado posible: en una ciudad ficcional de Japón llamada Megasaki, el alcalde (Kunichi Nomura) decide que todos los perros están infectados por una extraña gripe que es potencialmente peligrosa para los humanos, y por decreto los destierra a una isla que pasa a llamarse, por supuesto, Isla de los perros. La fiebre podría ser el resultado de una conspiración del gobierno y fraguada en laboratorios, pero de investigar ese punto se encargará una joven estudiante de intercambio norteamericana (con la voz de Greta Gerwig). Mientras tanto Atari (Koyu Rankin), un nene adoptado por el alcalde sin corazón, es separado también de su perro guardián, Spots, y un par de años después decide ir a buscarlo en una avioneta a la isla llena de basura donde todos los perros agonizan, flacos, debilitados, con los pelos duros y parados y sacándose los ojos por un hueso. Solo que Spots no aparece por ningún lado y una pequeña jauría formada por cinco perros de distintos colores y personalidades (con las voces de Bryan Cranston, Edward Norton, Bob Balaban, Bill Murray y Jeff Goldblum) lo ayudará a buscarlo por toda la isla.
Hay mucho más en Isla de perros, la nueva película de Wes Anderson: más personajes, subtramas, voces de actores famosos, pequeñas sorpresas, vueltas de tuerca y dramas, y todo se despliega en un universo, entre Megasaki e Isla de perros, cargado de detalles, información, diseño. Se escribió hasta el cansancio sobre el nivel de control que Wes Anderson suele desplegar en cada escena, especialmente en sus películas de acción en vivo, donde lxs actores funcionan como muñecos de habla peculiar que se mueven a través de un diorama. Pero cuando sus películas funcionan es siempre por un equilibrio entre ese nivel de cálculo, de rigurosidad, y cierta libertad de movimiento, espontaneidad, sorpresa, que no siempre se consigue. En Isla de perros lo mecánico está llevado a su máxima potencia, especialmente por cierta interpretación trillada de “lo japonés” que hace que todxs los personajes humanos japoneses de la película sean literalmente muñecos de cera, rígidos, cuyas líneas no se traducen al inglés tanto como sus emociones no se traducen en sus rostros.
A pesar de eso, el escenario general de la película es deslumbrante, como un gran bazar atestado de objetos uno más atractivo que el otro que tienen la textura de la cera en las caras de los humanos, del pelo sucio o lustroso en los perros, de las peleas que envuelven a perritos, humanos y robots en una nube de algodón. En este punto Isla de perros es tan bella que duele y fascina, y su belleza es una de suelos y cielos terrosos, de perros abandonados y basura, descartes, chatarra, como Wes Anderson nunca había creado hasta ahora. La presentación de los perros en ese mundo sucio, por ejemplo cuando cada uno cuenta cuál es su comida preferida y todos coinciden en su locura por las galletitas con forma de hueso, es de una ternura infinita. Anderson nunca había inventado personajes tan conmovedores como estos perros (que escribió junto a Roman Coppola, Jason Schwartzman y Kunichi Nomura), quizás porque la animalidad estaba casi excluida de sus personajes humanos robóticos y es la mejor manera, la más directa, de hacer sensible el desamparo y la disposición para el afecto detrás de las veleidades intelectuales que lo caracterizan. Pero Isla de perros es tan extenuante que cuando termina una siente que le deberían dar una medalla por haber hecho el esfuerzo de mirarlo todo como una buena alumna (“No debería dar mucho trabajo mirar una película que costó mucho trabajo”, dijo Stephanie Zacharek, perfecta, en su crítica de Time). Paradójicamente, la perfección y rigurosidad de cada escena produce un efecto caótico, de acumulación desordenada; se extraña, en ese sentido, la nitidez de Fantastic Mr. Fox (2009), basado en un cuento de Roald Dahl, donde la emoción además era sincera y no hacía falta, como en Isla de perros, un primer plano de los ojos de un perro del que brotan, con calculada dificultad, un par de lágrimas.