Éxtasis infinito, pétalos húmedos que destiñen el color de cuando eran flor y, a falta de tela y caballete, un pedazo grande de cartón o trocitos de papel de regalo cosidos con hilo para nada invisible, Aloïse está pintando. El cuadro que terminó un rato antes lo hizo con hojas trituradas y dentífrico, los materiales están ahí y el azar se los acerca. En su vida de atelier hay horarios para las pastillas y rondas médicas. Su atelier es un rincón de hospital, una esquina en el asilo en el que vive desde hace tanto tiempo que ya no recuerda desde cuándo. Llegó a Cery sur Lausanne en 1918 y después, y hasta que murió en abril de 1964, vivió en Rosière, en Gimel sur Morges. Una vida y dos asilos. Era una nena chiquita cuando su mamá murió y su papá se fue de casa dejándola con sus hermanas, quiso ser cantante de ópera pero fue costurera hasta que se enamoró de un cura y la mandaron a Potsdam como institutriz a la corte de Guillermo II. Dicen que ahí siguió o empezó todo, un romance inventado (¿inventado?) con el rey, un amor ideal, una pasional aventura imaginaria que interrumpió la guerra y una vuelta a casa sin frenesí ni consuelo. Su misticismo y su impetuoso pedido de paz y humanidad fueron interpretados como desilusión romántica primero y como demencia después. Un diagnóstico de esquizofrenia y la decisión familiar de encerrarla explican la pared de azulejos de su atelier y los primeros pinceles con los que pobló su colorida cosmogonía. Mujeres de ojos azules enamoradas de príncipes vestidos para ir a la guerra, dibujos en tinta y grafito y algunos poemas escondidos entre las sábanas mostraban a sus heroínas recibiendo esos aires de amor invictos susurrados a toda hora como hesicapasmo o anatema. Ella los oía primero y sus heroínas asteroides lo repetían en paleta estridente un rato después. Aquellos versos y aquellas pinturas terminaron en el tacho de las gasas sucias hasta que una de sus médicas (Jacqueline Porret-Forel) y el director del asilo (Hans Steck) le prestaron atención a su trabajo. “Se sentía encarnada en sus dibujos donde recuperaba el cuerpo propio que sentía despegado” dijeron. La historia clínica de arte siguió con la venia de Jean Dubuffet y su inclusión en el Art Brut, visitas al asilo -Dubuffet decía que el arte la había curado-, algunas exposiciones en las que solo se hablaba de ella y una invitación de honor a la muestra de escultoras y pintoras suizas un año antes de morir. Pero a Aloïse, como a Séraphine Louis, el mundo de afuera solo le prometía horizontes de saciedad.Sus mujeres voluptuosas con peinados aéreos ocupan casi toda la hoja, no hay espacio sin pintar, no hay lugar por el que Aloïse no haya dejado huella colorida en confusión de sentidos con una única misión verdadera: fijar vértigos. Sus cuadros (hay más de ochocientos dibujos, muchos de grandes dimensiones y algunos pintados de los dos lados de la hoja, cuadernos y rollos de papel) se exponen en muestras hospitalarias, en talleres universitarios de recuperación y también en el Pompidou. Un destino de fama de museo y de subasta que el canon le dedicó a una de las “raras”, a una “outsider del arte erótico” con un protagónico en Cannes incluido cuando en 1975 Isabelle Huppert y Delphine Seyrig fueron la Aloïse joven y la Aloïse adulta que imaginaron ser junto a las mujeres magenta que Aloïse pintaba antes de retirar muy lentamente esa superficie pegada al aire del día que se fue.
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