MONTEVIDEO).- “El basurero provocó hasta un terremoto… oooooo…”. Aquella canción se hizo carne entre los miles de corazones triperos que, en la vieja cancha de madera de 60 y 118, nunca dejaron de soñar con Gimnasia campeón. Hoy, con sus tribunas de cemento, luchan por mantener su identidad irrenunciable junto al Bosque. Aquel gol de José Perdomo, aquel grito desenfrenado y ese movimiento telúrico que fue registrado por el Observatorio Astronómico de La Plata ya tienen el tenor de leyenda futbolera. Pasaron más de 26 años de aquel 5 de abril de 1992 y el recuerdo se hizo indeleble, como si fuera un tatuaje marcado a fuego, como una receta magistral, como un testimonio de generación en generación.
“Si no ganábamos ese partido nos echaban a todos”. Las palabras de José Perdomo resuenan en la sala que quedó libre de botijas en el Centro de Alto Rendimiento (CAR), predio en el que las divisiones menores de Peñarol se entrenan de lunes a viernes. Sentado o, mejor dicho, echado sobre una silla reposa la inmensidad del Chueco Perdomo como recuperando la energía después de estar más de cuatro horas en la cancha. “Veníamos bastante mal y Gregorio [Pérez] me pidió que jugase a pesar de no estar bien”, continúa su relato. Gimnasia había iniciado el torneo Clausura 1992 con dos empates y cuatro derrotas para llegar a la 7º fecha ante Estudiantes con urgencias. “Ganar era la mejor opción que teníamos para continuar. Creo que por eso Gregorio apeló a algunos jugadores de experiencia para afrontar el clásico”, dice el ex jugador de 53 años.
–¿Qué recordás de aquel partido, el del terremoto?
–Me acuerdo del gol, claro, que le pedí la pelota a [Carlos] Odriozola porque me tenía fe. Miré la barrera y le pegué a ese palo, entró a media altura y rápido. [Marcelo] Yorno se vio sorprendido y no pudo reaccionar.
Para Perdomo, el gol, su gol, fue más que un respiro. Personal y grupal porque, dice, con una derrota más, su suerte en La Plata estaba sentenciada. “Antes del clásico le había anticipado a mi mujer que si las cosas no se daban, creía que éramos varios que teníamos las horas contadas”. El festejo en el vestuario no fue extenso porque, en verdad, el Chueco se quería ir rápido para pasar a buscar a su familia que lo estaba esperando en la República de los Niños. “Como no quería que mi familia fuera a la cancha porque era un partido chivo, les pedí que salieran a hacer algo. Por eso dejé lo más rápido posible el vestuario y me fui a buscarlos. Después fuimos para el departamento, cenamos y nos fuimos a dormir. Al otro día me vino a buscar un periodista del diario El Día y cuando estábamos hablando me enteré de la noticia. Al principio no lo podía creer. Pasó rápido y con el tiempo tomó más trascendencia porque era un clásico”.
La novedad traspasó la ciudad de las diagonales y la historia del gol del cismo o del terremoto cruzó las fronteras. La leyenda posterior creció tanto que fijó la intensidad en 6 grados en la escala Richter. Otras, acaso más reales, la ubicaron por debajo de 1 grado. Una u otra contienen una verdad inobjetable: Gimnasia hacía 16 años que no le ganaba a Estudiantes en 1 y 57, hoy un estadio en remodelación, y la locura que se desató ese tiro libre de Perdomo, a los 9 minutos del segundo tiempo, fue tan grande que las tribunas de madera vibraron como nunca antes para que semejante movimiento llegara al suelo y provocara un temblor, una sacudida de la que hoy se sigue hablando (y escribiendo). “Cuando me dicen Terremoto me genera buenos recuerdos. A veces, a los jugadores de fútbol se le dan las cosas muy rápido, no se dan cuenta y en ese clásico pasó algo así. Yo no estaba para jugar pero agradezco haber sido parte”.
–¿ Qué sentís cuando ves el gol y cuando te reconocen por ese tiro libre después de 26 años?
–Es raro, tuve clásicos en Italia, en España, en Inglaterra, acá (por Uruguay). Ahora disfruto de esto porque estoy más grande, pero en el momento es como que no te das cuenta porque al otro día ya estás entrenando para el siguiente partido. Cuando te alejás un poco y tomás distancia con el retiro le das real dimensión a las cosas, pequeñas o grandes, que te hayan pasado como jugador. Y creo que es lo mismo que en la vida porque el fútbol es parte de nuestra vida y de la idiosincrasia rioplatense.
–Debutaste en un clásico con un gol y eso le da mayor trascendencia, ¿cómo se juega un clásico? ¿Hay una receta?
–A mí no me enseñaron, yo aprendí al ver a los más grandes. Ellos te agarraban y te pegaban una patada y te levantaban, vos saltabas y ellos con un movimiento te sacudían. Por ejemplo, en Peñarol estaba Jair Gonçalves, un brasilero extraordinario, al que conocí cuando subí a primera y le pegaba a la pelota con una facilidad terrible, entonces una vez le pregunté y me dijo que primero tenía que observar para después preguntar. Los clásicos no te enseñan a jugarlos, lo vas aprendiendo en la semana, en la previa, desde las inferiores. Primero observás a los más grandes para después ser vos el que le transmita a los más chicos. Los vivía muy intensamente y por suerte he ganado más que los que he perdido (se ríe socarronamente).
–Hoy estás trabajando en divisiones menores, seguís vinculado al fútbol, ¿se extraña el tiempo pasado?
–Sí, un poco. Da cierta nostalgia. Antes no estábamos muy preparados para dejar el fútbol para después dedicarnos a otra cosa. No es tan sencillo el retiro, por más que te haya ido bien económicamente, mucho más ahora claro. En nuestros tiempos, no se hablaba de las cifras que hoy en día se escuchan. Era diferente, se jugaba por dinero pero había mucho amor por la camiseta. No es que ahora no haya sino que, a veces, lo económico está por encima de todo y eso modifica la manera de ver el fútbol.
Su historia, su hoja de ruta, lo conduce a Salto, a casi 500 kilómetros de Montevideo. Allí, el Chueco Perdomo nació y se crió hasta que con apenas 15 años emigró a la capital uruguaya “para ver si podía ser jugador de fútbol de verdad”. Su idea, en realidad la de su padre, estaba concentrada en buscar un futuro mejor, una oportunidad. Allá, además de jugar en Ferrocarril de Salto, trabajaba en una joyería-bazar entregando las compras. “Fue muy raro el cambio. Pasé de andar a caballo a tener que tomarme un colectivo para ir a entrenarme a media hora de donde me alojaba en Montevideo. Pero yo quería jugar y no estaba dispuesto a bajar los brazos”, explica.
–Lo que vos viviste acá en las inferiores, las dificultades que tuviste, ¿las hablás con los chicos que hoy entrenás?
–Hoy la tecnología cambió todo. Antes me escribía cartas para comunicarme con mis viejos, te imaginás a un chico hoy haciendo eso. Tienen muchas facilidades, ¿qué botija no tiene un celular? Cuando me citaron para la primera preselección juvenil de Uruguay, mandaron una carta a mi casa desde el club para pedirle a mi viejo que se acercara hasta la institución. Cuando fue a Montevideo lo primero que me preguntó mi viejo era “qué había hecho”. Era una carta del técnico de primera que quería decirle en persona que me quería subir a primera. Yo lloraba de alegría y de tener durante casi dos semanas dos bolsas de Portland en la espada por la presión que sentía al creer que me había mandado una macana. Además, hoy se agregaron los representantes que antes casi no existían y ellos les dan zapatos (botines), los ayudan económicamente. Un par de zapatos le costaban mucho a mi familia. Antes sufríamos más, hoy se les da todo lo que necesitan. Antes no teníamos pelotas en juveniles. El acondicionamiento nutricional lo hacíamos a base de leche y banana, y ahora les dan comidas saludables, proteínas. Es otro el cuidado. Hoy cuentan con otra estructura. Vos lo ves acá, hasta psicólogos tienen, nutricionistas. El cambio y la mejora son notables.
–¿Cambió el hambre, las ganas de llegar?
–Cambiaron los tiempos. Pero yo, con 17 años, debuté en la primera y trataba a los mayores de usted y hoy los chicos te dicen vos. Cuando llegué a la primera de Peñarol había figuras como el Indio [Walter] Olivera y Fernando Morena. Olivera era enorme y con sólo la mirada alcanzaba. Yo quería aprender de ellos, hoy tenés que aconsejarlos, contarles tu trayectoria pero no aburrirlos. En determinadas edades es más sencillo tener empatía, por ejemplo con los pibes de 16 años, ellos te entienden mejor. En cuarta, con casi 19 años, tenés que manejarlos de otra manera, no podés estar abrazándolos, mimándolos porque ya son hombres. La línea de trabajo es simple: acá se trabaja con respeto, uno como entrenador y ellos como jugadores. Cada uno debe entender que tiene un lugar. Y lo principal es el trabajo.
–Mencionás jugadores emblemáticos de Peñarol en los años 80, ¿qué te enseñaron más allá de una cancha?
–El respeto por los mayores. Una vez el Indio Olivera me pidió un café en medio de la concentración. No sabía qué hacer porque si lo traía me iban a tratar de alcahuete pero si no lo traía no sabía que me podía hacer el Indio con toda su presencia. Me fui a la cocina rápido y le pedí al mozo un café. Cuando Luis, el mozo, se lo llevó yo iba al lado suyo y al llegar al lado del Indio me dijo: “Ah, inteligente usted porque lo estaba probando: o decían que era un alcahuete o que usted no respetaba al capitán”.
–¿Hiciste lo mismo vos cuando pasaste a ser el cacique de Peñarol?
–No, lo mismo no. Pero siempre traté de estar atento a las necesidades. Tanto que cuando vino Tony Pacheco a Peñarol no tenía zapatos, tenía 16 años, y lo mandé a la utilería para que pudiera entrenar. Él muy agradecido los usó. Años después, en una entrevista contó la anécdota pero completa: los zapatos le iban chicos, le apretaban los dedos pero no quería molestarme ni faltarme el respeto. Pobre aguantó un par de semanas y se los cambió. Cuando lo vi casi me muero. Eso es lo que me lleva a lo que me pasó a mí con el Indio Olivera, un tema de respeto con los más grandes.
Tan grande fue aquel hito de Perdomo para Gimnasia que en 2017, el Lobo inició una campaña denominada “Terremoto Social” para captar nuevos socios con un spot protagonizado por el actor Alejo García Pintos, un tripero empedernido, quien llamaba desde el recuerdo de aquel gol del Chueco como un grito desaforado para terminar con su morada, su templo sagrado en el Bosque platense, su único lugar en el mundo.