Llegué a Santa Isabel antes del mediodía. Había sol, me bajé del auto, caminé por la veredita rota hasta la puerta de la casa, golpeé, mi mamá abrió, le temblaban las manos y lloriqueaba, le pregunto qué le pasa, y me dice:

--Hijo ¿Me llevás a la clínica?

--¿Por qué querés que te lleve a la clínica, mamá? ¿Te pasa algo? ¿Te duele algo?

--No no, es para hacer unas recetas.

No le creí, no era creíble. Me preocupé. La senté en el sillón desde donde mira el mundo por el televisor, me puse en cuclillas frente a ella, le agarré las manos, la miré firme y le pedí que por favor me dijera si le dolía algo o si se sentía mal por algo, porque en ese caso llamaría a la urgencia. Insistió con las recetas, le dije que las recetas las haríamos en cualquier momento, que eso no tenía importancia. Se paró y me empezó a decir que estaba mal por la muerte de su hermana Clara, que no podía dejar de pensar en ella, que rezaba y había puesto una foto en la mesa de luz. Se repuso del temblor y el lloriqueo. Mientras, en Villa Cañás, me esperaba un día entero de conducir actos en homenaje a los hermanos Martínez Suárez, Mirtha, Goldie y Joselo (en la foto que ilustra esta nota, otros tiempos).

Le dije:

--Mamá, yo tengo que trabajar, pero no quiero dejarte así". Abrí la heladera, tenía carne picada en dudoso estado en una bolsa mal cerrada, un frasco de mermelada de duraznos, un Casancrem light, una botella de vino a la mitad, un pedazo de queso cáscara colorada; en el freezer unas costeletas de cerdo y otras de vaca.

Llegué al Hotel Colón. La Municipalidad me había reservado una habitación allí. Pedí una habitación de hotel para descansar y bañarme entre acto y acto. Me dijeron que había cerrado La Piamontesa, el hotel más pituco de Villa Cañás.

Nunca había subido las escaleras que llevan a las habitaciones del Hotel Colón; esa esquina magna que reúne a viejos que se juntan a charlar y toman café a toda hora en el cruce de las dos avenidas más importantes del pueblo. El bar del hotel es de dominio público, había ido allí en varias ocasiones, con mi papá de chico y otras veces con amigos, no recuerdo si a tomar gaseosa o cerveza o qué. Las mañanas soleadas, los partidos de fútbol en los televisores y los hombres comentando esos partidos y otros también. Pero el hotel en sí era un misterio, un territorio desconocido. Siempre pensé en las zonas de Cañás que no conozco. Habiendo nacido y habiéndose criado allí uno cree que conoce todo, los rincones, las esquinas, las casas, pero no. Aún hoy me siguen resultando misteriosas algunas casas que se me hacen más de ciudad que de pueblo; de chico sentía que algunos amigos vivían en casas que tenían más que ver con una ciudad que con un pueblo.

Entré con la funda del traje, un bolso con zapatos y una muda de ropa, me dieron la llave de la habitación 18. En una mesa estaban sentados unos cinco o seis tipos, entre ellos, Juan Manuel, que me hace señas. Estaba allí sentado también Joselo Martínez Suárez, lo saludo, un caballero, Juan Manuel me presenta como el locutor que va a conducir los actos, Joselo me sostiene la mano y la mirada con esos ojos azules enormes, las palabras justas; nos despedimos hasta dentro de un rato. Crucé una puerta blanca y me entregué a la escalera y al misterio. Habitación 18. Un pasillo lúgubre, olor a lavandina, la llave que no calzaba. Entré. Todo pintado de blanco, una ventana generosa que daba a los techos de las casas linderas y por donde se llegaban a ver los silos de la vía. De la ducha salía un chorrito de agua tibia. Me bañé rápido, me puse el traje, y crucé al lugar del primer acto. El sol de marzo calentaba, hacía calor. Cámaras, fotógrafos y medios de todo el país esperaban la llegada de la señora que apareció en un soberbio Mercedes Benz de un azul apagado, su chofer, un joven con anteojos negros, y ella en la parte de atrás con la ventanilla baja saludando como si fuera... como Mirtha Legrand. La gente aplaudía a rabiar, sacaba fotos con los celulares. "¿Mi vieja estará bien? ¿Habrá dejado de temblar? ¿Habrá fingido esa mejora para tranquilizarme y dejarme ir? ¿O habrá fingido antes el malestar? ¿Y la carne picada en la heladera? ¿Y las recetas, y los remedios?

Villa Cañás es siempre amable, el terreno enfrente de Carrizo adonde jugábamos al fútbol algunas tardes después de la escuela. A unas cuadras al sur, mi casa, donde vi sentado al lado de mi viejo el gol de Maradona a los ingleses, cuando mi viejo salió corriendo, gritando, y se abrazó con Luis Ibañez, un vecino de siempre que tenía el pelo largo y algunos tatuajes, la plaza de los tilos donde caminábamos noches enteras con Fito tomando helado y haciendo música de charlas.

Después del mediodía volví al hotel, amagué una siesta que no fue; de nuevo el chorrito de agua, el traje, y al Centro Cultural; homenaje a Joselo Martínez Suarez, según Mirtha el mejor de los tres. Joselo es el director del Festival de Cine de Mar del Plata, y había llevado un puñado de cortos y largos para exhibir en esos días en una pantalla que recordaba al Cine Dante. El tipo habla poco, pero cuando habla dice; casi todo lo contrario que sus hermanas. Empezó a llover. Llamé a mi vieja varias veces en el día, que estaba bien, que había tomado un café con leche, que no me preocupara. Ella, que había sido una mujer de Villa Cañás, una esposa de clase media con hijos limpitos y sanos.

A la noche me esperaba la conducción de una cena pomposa organizada por el Club de Leones, vendrían el gobernador, su esposa, algunos funcionarios provinciales y toda la gente del pueblo que podía pagar la tarjeta; la comida estaba a cargo de Juan Carlos González, lo que auguraba una buena ingesta para todos; pensé en pedirle una bandeja de plástico a Juan Carlos con algo de carne y algunas empanadas para llevarle a mi vieja, pero no me animé; me habría dicho que sí.

El lugar que se dispuso para la cena fue el salón central de la ENET, una escuela técnica que siempre alojó varones y alguna que otra mujer que venían de pueblos vecinos a estudiar; conocía ese piso de parquet de memoria, las tablitas flojas y las manchas de resina de las prácticas de vóley con Beto Maza en la secundaria, varias escuelas usaban ese salón para practicar ese deporte; ese piso ahora atiborrado de mesas elegantes y el salón decorado con telas, luces, flores y alfombras. Llegamos allí con Juan Manuel. Antes de entrar nos tomamos un par de cervezas en el kiosco de enfrente, desde donde vimos llegar el auto del gobernador. La cerveza estaba helada, llamé a mi vieja, ya estaba acostada, por dormirse, o leyendo Corin Tellado.