No es que en los 80 no hubiera voces que denunciaran la cosificación de la mujer en los medios. Las había, pero no tenían el volumen que adquirirían treinta años más tarde. En esos tiempos de dictadura, Malvinas, El Diego, mundiales de España y México, alfonsinismo, carapintadas, Redondos, Sumo, Virus y premenemismo, si eras un sub-30 y te querías hacer los ratones, te los hacías prendiendo la tele y haciéndote ilusoriamente dueño de los argentinísimos lomazos de Noemí Alan, Adriana Aguirre, La Salomón y Silvia Peyrou. Entre otras. Fascinado desde siempre por los rincones menos presentables de la cultura popular, el ultraprolífico José María Muscari concibió, tres años atrás, la idea de arrejuntar a esas diosas de los 80 –hoy en día señoras retiradas categoría plus 50– en un espectáculo teatral al que con desfachatada crueldad llamó Extinguidas, donde las veía desde una mirada tan cómplice como ladina. Seguramente asistentes de algunas de esas numerosas funciones (el espectáculo fue un éxito), Guillermo Félix (con estudios de filosofía y ¡teología!) y Nicolás Teté (exalumno de la FUC y realizador de los films de ficción Últimas vacaciones en familia, 2013, y Onix, 2016) decidieron filmar un documental que contara la trastienda del show, mostrando el hoy en día de aquellas sex symbols de ayer. Ese documental es La vida sin brillos (título algo más piadoso), que tras presentarse en el Bafici 2017 se estrena ahora en Buenos Aires.
Con gran acierto, Félix & Teté no aspiran a la sofisticación estilística: hacerlo hubiera representado una traición a su tema y protagonistas. La vida sin brillos establece su voluntad de “detrás de escena” de modo físico y concreto. Si bien hay algunas escapadas (el interior de la casa de La Salomón es demasiado tentador como para no filmarlo), la mayor parte del documental transcurre en el interior del teatro Regina, un laberinto de pasillos y escaleras ensortijadas, decorado con azulejos estilo andaluz. Esa idea de “de ahí para acá sí, de ahí para allá no” se hace más explícita en el último tercio de película, cuando las chicas se aprontan, chequean sus looks, se llaman para salir a escena, se persignan más de una vez antes de salir, y cuando lo hacen, la cámara se queda clavada de este lado, en el pasillo, oyéndose la salida de la diva en cuestión y el aplauso del público al verla. Pero en off, donde transcurre el mundo de la representación, el show, la máscara.
Alguien dijo alguna vez que no hay nada más triste que una mujer hermosa cuando llega a cierta edad, y algo de eso hay en la profusión de rinoplastias, botox, estiramientos, kilos de maquillaje y cejas a lápiz que muestran algunas de ellas, tal como vienen haciendo desde hace tiempo. Pero no es eso lo único que se ve. Está la que, algo más joven y/o afortunada por la biología (Sandra, de Los Angeles de Smith), luce aún hoy más que digna de lances. La muy centrada y dignísima, tanto en sentido físico como, sobre todo, psíquico (Naanim Timoyko y Patricia Dal, aventajadas tal vez por haberse mantenido un pasito al costado de la fama). La vital y “joven a pesar de todo” (La Peyrou, que da clases de teatro a grupos de jubilados), la “natural” (Mimí Pons, que pasea el perrito por su barrio, tristona pero lejos de todo ridículo), la naïf capaz de sorprender con razonamientos de alta madurez (Luisa Albinoni). Y están, bueno, Adriana Aguirre, La Turca Salomón y, faltaba más, Pata Villanueva, siempre lista para la cámara. El documental tiene el gran mérito de “dejarlas ser”, tal como son o como quieran mostrarse, y esto corre otra vez tanto en sentido anímico como físico.
Párrafo aparte para Noemí Alan, eslabón débil de esta cadena. Con el cabello muy corto, casi irreconocible, Alan carga, a los 50 y largos, con una historia pesada a sus espaldas, y está claro (ella no hace esfuerzos por ocultarlo) que desde hace tiempo no la pasa bien. Tal vez todo haya empezado con aquella foto que la mostraba sonriente junto al Tigre Acosta, en plenos tiempos de la ESMA, y que terminó por convertirla en una apestada civil. Ella sostiene que esa foto no se obtuvo en un encuentro íntimo sino público, y que no tenía idea de quién era su contertulio y a qué se dedicaba. Tal vez sea como dice, tal vez no. En cualquier caso, el precio que pagó por esa gaffe, ese pecado, falla de cálculo o metida de pata, es demasiado alto para cualquiera, y sólo un asesino podría verla aquí y ahora y no concederle el perdón.