En una taciturna noche y tras un sueño intranquilo apagó ya el despertador para evitar levantar a todos. A las seis en punto de la madrugada tenía que estar presente en el trabajo. Gustavo Gabriel Ortiz, se desveló a las cuatro y media. Con ojos entreabiertos, rascándose la barriga, encorvado, despeinado. Con la remera al revés cerró la ventana del cuarto y tiritando fue hacia el baño, a causa de esa brisa fría reciente que entró como paloma al palomar, tan serena y alta.
-‑¡Ah! tengo la remera para cualquier lado, ¡Y qué... me gusta dormir así! --dijo de boca pegada y casi en silencio. Se lavó la cara con una paciencia infinita. Se cepilló los dientes con los ojos cerrados, hizo un minuto de gárgaras y cuando iba a derramar, volcó mitad en la pileta y la otra se la echó en la pera y en el pecho. Se tomó una pastilla para el dolor fuerte de cabeza que sentía, luego se mojó el cabello, se peinó y se dirigió, refregándose la cara y bostezando, hacia la cocina. Se preparó y bebió un café con una taza de porcelana, con un dibujo de un monte oscuro y que a lo lejos se divisa una blanca figura de pelo en cara hasta el pecho. La noche anterior se la había pasado de juerga en la casa de un amigo y entre tanto trasnocheo, alcohol y drogas, no se había dado cuenta de que estaba yendo a trabajar en semana santa y encima en el panteón de un cementerio.
Gustavo trabaja en la casa de su amigo Luis, revocando la pared del garaje y también lustrando algunos muebles.
Cuando salió, vio que aún era de noche. Fue bostezando y temblando. Abrió los portones negros (de la supuesta casa). Se tropezó con unas blancas cruces, que él pensaba que eran los huesos de la comida del Bobi, el cachorro de su compañero. Intentó abrir la puerta del panteón y no pudo. Como llevaba varias herramientas de trabajo, con unos cortafierros y una masa, logró abrirla.
-‑¡Quizá me golpee éste!, ¡Pero qué!, le compraré una cerradura o una puerta nueva ya está, ¿Se habrá despertado? -‑dijo observando a ambos lados.
El sepulcro era largo y ancho y alto. Sus paredes estaban llenas de Ángeles. Estaba repleto de cajones. Cuando comenzaba a lustrar los muebles, -porque los materiales no los encontraba y no sabía dónde su amigo los había dejado-, el joven vio, extrañado, una cruz. A eso no le dio importancia por momentos porque los veía todo el tiempo. Creía que Luis se había vuelto religioso después de la noche anterior.
-‑¡Bueno, me voy a mi casa, ya he terminado! ‑-dijo. Pero cuando iba a salir, no se le abría la puerta. Gritó y gritó llamando a Luis, pero nadie le contestaba hasta que alguien le chistó.
-‑No te hagas el tonto, Luis, ven aquí a ayudarme que no puedo abrir la puerta, por favor.
‑¡Aquí no duerme! ‑-le murmuraron al oído. Luego entró a patear todo nombrándolo a su amigo. Le soplaron en la oreja. Lo tiraron de la remera y del cabello. Lo empujaron haciéndolo golpear contra la pared y de pronto todo acabó cuando alguien abrió la puerta.
-‑¡Que hace usted aquí, llamaré a la policía! ‑protestó uno de los familiares de los fallecidos.
‑-Estoy en la casa de un amigo, ¡Usted que hace!
-‑Huele a cerveza, desgraciado. ¿Se puede dar vuelta y ver dónde está? ‑-dijo enojado. Cuando lo hizo, vio un revuelo de marrones ataúdes, las paredes rasguñadas y en dos cajones se le había caído la cruz del centro.
-‑¡Entré por error!, disculpe --dijo asustado. Y cuando se dio cuenta de que no era su amigo, sino almas pidiendo paz y tranquilidad, salió corriendo y se desmayó, dando la cabeza en un banco. Al salir del cementerio tomándose del pecho y temblando, ahí quedó tendido en el suelo hasta el día entrante, cuando se dieron cuenta de que había muerto de un infarto.