No recuerdo el momento en que mis padres me dijeron que iba a tener compañía, solo recuerdo mi entusiasmo ante la perspectiva de la llegada de una hermana; y es que había decidido por mi cuenta que dentro de la tripa cada vez más grande de mi madre había una niña. Le puse Gaylibar; no sé de dónde sacaría semejante apodo, aunque es posible que fuera una simple extensión de mi propio nombre, tal como yo lo conocía (la gente me llamaba Gay, no Gabrielle). Sostuve largas conversaciones con Gaylibar, pegada la oreja a la barriga de mi madre, pero siempre con el silencio por respuesta. Nick ya empezó como pensaba continuar.
Y, por fin, llegó mi hermano.
La decepción del primer momento dio paso a pura alegría ante aquel bebé saltarín de pelo negrísimo, que le crecía formando un tupé estilo Regencia.
“¿Quién es mi príncipe regente?/ Nicholas Rodney; quién si no.” Así decía la primera canción que mi madre escribió sobre su hijo recién nacido, bautizado por el obispo de Rangún con el nombre de Nicholas Rodney Drake.
Un año después, el niño ya no tenía el pelo negro, sino rubísimo. Y toda la vida fue lo que nuestra abuela escocesa habría llamado un bonnie boy, un pimpollo: de proporciones perfectas, la piel de color ámbar y sin un solo defecto. Yo no recuerdo haber tenido celos, por más que envidiara su pelo lacio y rubio –yo tenía unos rizos tan enmarañados que me las veía y deseaba para pasarme el cepillo–, así como su pulcra figura, tan diferente de mis piernas larguiruchas y mi permanente desaliño. Tampoco recuerdo haber sentido el menor rencor hacia el recién llegado; al contrario, me alegraba de tenerlo allí. Esto habla bien a las claras no solo de lo encantador que era el bebé, sino también del tacto y la paciencia que tuvieron mis padres.
Gabrielle Drake es la hermana mayor de Nick Drake. Extracto de uno de sus textos para el libro.