Mi lugar favorito de Londres era Hampstead Heath. Si tomaba por Primrose Hill Road, al final llegaba a casa de John y Beverley Martyn, mi hogar lejos del hogar. Ellos me acogieron, igual que acogían a un gato extraviado o a profesionales de la errancia en ruta hacia Marruecos o España.
El hecho de que estuviera relacionado con una revista, por más etérea que fuera esa relación, por más lejos que estuviera la revista, fue, si acaso, una desventaja. A John le encantaba hablar, le encantaba tener público, pero nada le gustaba menos que responder preguntas y recelaba muy mucho de la prensa musical. Que yo fuera un americano que conocía su música y la apreciaba, que incluso hubiera pagado de su bolsillo allá en Estados Unidos una copia de Stormbringer y que hubiera oído canciones suyas por la radio en Nueva York, era un motivo de asombro y de orgullo. Si John tenía un recital malo, si se le rompía una cuerda, si el bebé lloraba, si la hierba o el whisky no le transportaban hasta donde él necesitaba ir, bueno, siempre tenía el consuelo de que en algún lugar de América alguien estaba escuchando una canción suya, de que a alguien le gustaba su música. Al otro lado del charco. En alguna parte.
Uno de los pasatiempos favoritos consistía en entender la colección de discos de Martyn, intentar organizar el material o relacionarlo con algo que me resultara familiar. Hamza El Din se hallaba junto a Pharoah Sanders, Lord Buckley se apoyaba en Manitas de Plata, Baden Powell y Sandy Bull, y luego estaban Archie Shepp, Bukka White, Geoff Muldaur, Anne Briggs; un disco de música de gaita; Koerner, Ray & Glover; The Real Bahamas y A Love Supreme. Los discos que más le gustaban los ponía una y otra vez, hasta que cada nota y cada matiz quedaban incrustados en las alfombras turcas del suelo, hasta que los sonidos se incorporaban a su vida, a su casa. Varias veces le envié discos pensando que podían gustarle, y luego me los encontraba allí tirados, sin estrenar, cuando iba a su casa. ¿Townes Van Zandt? “Bah, la misma canción una y otra vez. Y esa me la sé. Yo ya la he compuesto”. ¿Tim Buckley? “Demasiadas octavas”.
Era la segunda o tercera vez que iba a verle. Sería mediada la tarde, una luz suave entraba a través de los visillos, y llevábamos más de una hora escuchando el mismo disco de guitarra clásica (¿Julian Bream?), cuando noté que algo se movía junto a la ventana y empezaba a levantarse.
–Nick –John señaló con la cabeza–. Te presento a Brian. Brian, Nick.
La silueta cobró forma, se desperezó y, así como al principio parecía un niño pequeño hecho una pelota, pude ver que el tipo era bastante alto, cuerpo de tenista, todo brazos y piernas y codos. La cara quedaba semiescondida por una cortina de pelo oscuro y sin peinar; se le veían los ojos y poco más. Tenía pinta de estar colocado; tenía pinta de dormido; tenía pinta de ser la persona más despierta del mundo mundial. Todo a la vez. Cuando reproduzco esa escena en mi memoria, siempre es diferente. Llevaba una camisa blanca raída, tejanos y botas, y una chaqueta negra de pana que le iba una talla demasiado grande. Normalmente no presto atención al atuendo, pero lo primero que pensé fue... ¿dónde puedo conseguir una chaqueta de pana negra?
¿Cuánto tiempo llevaba Nick allí quieto? ¿Qué hacía? ¿Meditar? ¿Soñar? ¿Divagar? ¿Mirar?
–¿Has oído su disco? –me preguntó John, después de que Nick desapareciera–. ¿No? Pero, ¿cómo has podido perdértelo? Es lo mejor. Música viva de verdad.
John me pasó una copia bastante manoseada de Five Leaves Left. Miré la cubierta. Al marcharse hacía un momento, Nick llevaba la misma ropa que en la foto de portada; y daba la impresión de no habérsela quitado desde entonces.
Cuando devolví el disco unos días más tarde, no podía dejar de hablar sobre lo bueno que era, de hasta qué punto me parecía nuevo, potente y puro. Tan sosegado, tan exquisito y, sin embargo, tan difícil de quitártelo de la cabeza una vez lo escuchabas. ¡Esa cuerda! Cómo serpenteaba como un coro griego entre las melodías, recordándote las profundidades abisales, la oscuridad y la noche a la vuelta de la esquina; quizá ahora no lo ves, pero lo verás, ¡vaya si no! Cómo había pillado Nick cosas del estilo guitarrístico de John y les había añadido un poco de sabor brasileño a lo João Gilberto, toques armónicos etéreos a lo Jimmy Webb, el empuje de Astral Weeks. Cómo había inventado una forma de blues genuinamente británica, ¡plantándose a medio camino entre Ralph Vaughan Williams y Brownie McGhee!
Yo no paraba de hablar. No sé si John puso mala cara en algún momento, al menos no me di cuenta. Sí, en cambio, Beverley, su mujer.
–Es estupendo que te guste tanto el disco de Nick –me dijo, llevándome a un aparte–. Ya sabes que le queremos mucho, pero quizá no deberías extenderte tanto. Delante de John, quiero decir.
Lo capté al momento. John podía ser un tanto competitivo y cascarrabias, sobre todo si había bebido, y si yo le hubiera estado hablando de Bert Jansch o de Richard Thompson, me habría echado de su casa. Pero cuando iba de Nick, la cosa cambiaba. John le protegía mucho; su casa era un refugio para Nick, nadie le hacía preguntas. Ya podía dejar su sombra atrás, que John la enrollaría y la guardaría en el armario para cuando el otro decidiera volver.
Intenté decirle a Nick lo mucho que me gustaba su disco. Fue esa misma semana en casa de los Martyn, mientras tomábamos café en la cocina y reinaba un silencio absoluto. Mencioné varias canciones –”Cello Song”, “River Man”, “Saturday Sun”– y él asintió sin levantar la vista de la mesa. Unos minutos después empezó a hurgarse los bolsillos de la chaqueta. Me llegó un olor a menta y a tabaco, a clavo tal vez, y Nick comenzó a sacar trozos de papel, púas de guitarra, libritos de papel de liar, qué sé yo.
–¿Te gusta el chocolate? –preguntó, levantando la vista. Y me ofreció un chocolate Cadbury.
Brian Cullman es un periodista, escritor y músico neoyorquino. Extracto de “¿Cuál de todos?”, donde recuerda su paso por Londres durante la época en que escribía para la pionera revista musical norteamericana Crawdaddy.