Antes de ser una película de Alejo Moguillansky y antes también de ser una ópera contemporánea de Helmut Lachenmann, La vendedora de fósforos fue un cuento de Hans Christian Andersen. El célebre escritor danés se lo dedicó a su madre, una joven lavandera alcohólica y protestante, cabeza de una familia tan pobre que alguna vez tuvo que mendigar. El cuento va de eso: la noche del 31 de diciembre, con las calles de la ciudad cubiertas de nieve, una pequeña vendedora de fósforos camina sin lograr vender nada. Muerta de frío y ante la total indiferencia de los paseantes, se acurruca en una esquina, buscando calor en sus fósforos. Los enciende de a uno y su ardor es tan agradable que la hace imaginar lugares hermosos donde le gustaría estar. Recuerda algo que le dijo su abuela “Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia el cielo con Dios”. Y mientras los fósforos se consumen y el cielo parece temblar como sus llamitas, ve venir a su abuela a buscarla. Al día siguiente encuentran a la niña muerta: los burgueses dan voces de lamento ahora que es tarde y ya no tuvieron compasión.
¿Qué de este cuento tan triste y moral le interesó a Lachenmann? ¿Y qué a Moguillansky? Hay que decir que antes de que surja el genuino interés hubo una serie de circunstancias mediadas por el azar. El director fue convocado por el Teatro Colón para filmar un documental sobre la venida de un compositor alemán a montar una ópera al Teatro llamada justamente La vendedora de fósforos. El compositor era, claro está, Helmut Lachenmann, un personaje muy atractivo, discípulo de Luigi Nono, representante de la música contemporánea más radical. En medio del montaje de la ópera y su registro sucedió una huelga de transporte. La orquesta estable del Teatro Colón se veía obligada a asistir a unos ensayos complejísimos, sin tener medios para llegar, y comenzó, a su vez, una medida de fuerza. A eso se sumó un elemento más: la presencia de la exquisita pianista argentina Margarita Fernández, una leyenda de la vanguardia argentina, con quien Lachenmann tuvo un encuentro mágico de muchas horas en el que se confesaron sus obsesiones, anhelos musicales y políticos, que también quedó registrado en la cámara de Moguillansky. Todo esto entró en el documental. Elementos disímiles pero vinculados, diversos pero partes de una misma y excéntrica familia.
Música de ruidos áridos en medio de una huelga, una pianista excelsa tocando Schumann, Schubert y Beethoven; la relación de ambos personajes con organizaciones terroristas de izquierda radical en la Alemania de los 70; discusiones entre delegados y funcionarios públicos en medio de una huelga general y otra particular que ocurre en el teatro más hermoso de Latinoamérica. Era tan intenso el material, que Moguillansky terminó haciendo con eso una ficción. Ajustando aquí y allá, sumando personajes, voces en off y una trama mínima, La vendedora de fósforos se convirtió en un tercer producto, la película que tiene adentro una ópera contemporánea, que tiene adentro un cuento clásico.
La película llega a la sala Leopoldo Lugones y al Malba, luego de tener su premier mundial en el 19° Bafici, donde obtuvo el premio a Mejor Película en la Competencia Oficial Argentina. Es el cuarto filme en solitario de Moguillansky, sucesor del también falso documental El escarabajo de oro. Y muchos de los elementos que este realizador viene poniendo en curso vuelven a aparecer. Una trama ficcional en medio de sucesos tomados de la vida, una cortina de humo que descoloca lo real y convierte en ficción, pero que también funciona a la inversa. Así como el encargo de una película sobre Victoria Benedictsson –una escritora protofeminista sueca del siglo XIX– era el detonante real en El escarabajo..., el encargo de un documental sobre un compositor alemán sirve de disparador en ésta. En ambas además, los títulos pertenecen a cuentos clásicos. Poe y Andersen; Benedictsson y Lachenmann; realidad y ficción. Como si dentro del gesto eminentemente contemporáneo de la cita y la reescritura, hubiera un lugar privilegiado para lo clásico: para el homenaje más sencillo, la mirada y la escucha directa de esa referencia que se busca reverenciar.
Los personajes que llevan adelante la trama y que ponen a dialogar los mundos son una joven pareja de artistas con dificultades económicas: Walter (Walter Jakob), que será el regie de la ópera mencionada en el teatro Colón y Marie (María Villar), asistente de Margarita Fernández. Cleo, la hija de ambos, deberá buscar un lugar en este mundo artístico de sus adultos responsables. Nadie está muy atento a ella. Pero a diferencia del cuento de Andersen, esta niña no pasa privaciones. Solo está a merced de las locuras de los adultos que en esas ausencias, de algún modo, dan lugar al nacimiento de su imaginación.
Las huelgas en el teatro, la permanente escasez de dinero de la pareja protagonista y el discurso antiburgués de Lachenmann habilitan a la película una serie de reflexiones de orden político. Esta vez, no es la falta de sensibilidad de los burgueses la que hace morir o trastabillar a los protagonistas. Quizás el problema sea justamente el opuesto: la sensibilidad burguesa. La misma que llena las plateas del Teatro Colón. El problema es entonces, la relación entre la música culta de vanguardia y el pensamiento de izquierda que ve en eso un lujo burgués. ¿La radicalidad en la política y en el arte son imposibles de reconciliar? ¿Es posible una coexistencia? Quedan planteadas estas preguntas antiguas, que siempre vuelven a ser nuevas y que tienen lógicamente un signo distinto en la Alemania de los 70 y en la Argentina actual.
Las preguntas son dichas y quedan vibrando mientras vemos las manos de una pianista tocar: derecha los agudos y la izquierda los graves. El dilema de fondo es siempre el mismo, cómo invertir el orden que vivimos como natural ¿Cómo hacer un sonido no tape al otro, no lo vuelva inaudible, no sea uno solo el que oímos sonar?