La sentencia se viene escuchando como un mantra desde el estreno en el Festival de Sundance, hace unos cinco meses: Hereditary será sin dudas la película de terror más temible de la temporada. La máquina publicitaria transformó velozmente ese comentario en un certificado de calidad sobre la capacidad de meter miedo inherente a sus imágenes y sonidos. Pero más allá de los hypes genuinos o manufacturados, la ópera prima del realizador neoyorquino Ari Aster tiene con qué defenderse del exceso de estimulación generado por intereses propios y ajenos. El legado del Diablo –sobre explicativo título local, un clásico de los distribuidores melindrosos– no reinventa los códigos del género ni pretende hacerlo. En su lugar, y a mucha honra, echa sus raíces en un par de grandes clásicos de las últimas cinco décadas y confía en la construcción meticulosa y pausada de un tono progresivamente denso y delirante, grabando nuevamente esa máxima escrita tantas veces sobre la superficie de lo fantástico: para los pasajeros de la pesadilla, el mundo que parecía conocerse ya no volverá a ser el mismo, nunca más. Para lograr esa tarea nada sencilla, Aster divide tácitamente el film en dos fracciones iguales: la primera, pausadamente, comienza a revelar síntomas de que el tejido de la realidad está siendo horadado, sin que nadie se percate del todo de las ominosas señales; en su contraparte, las piezas del rompecabezas infernal van dirigiéndose hacia las direcciones apropiadas hasta terminar de componer la imagen del horror absoluto. Aster dirigió hace algunos años el cortometraje The Strange Thing About the Johnsons, en el cual las reglas del melodrama familiar pegaban un giro de varios grados, revelando algún que otro secreto oculto detrás de una fachada de normalidad. Su primer largometraje también podría haberse titulado The Strange Thing About the Grahams: en el seno de este otro clan hay conflictos que van mucho más allá de lo psicológico, lo racional. Hay algo extraño merodeando alrededor y dentro de la casa de los Graham, una herencia oculta que está a punto de mostrar su aspecto más pavoroso.

En el principio, una muerte como cualquier otra, la de una anciana que durante sus últimos años de vida se deslizó progresivamente hacia la locura, arrastrando en el camino a su hija, yerno y nietos a una convivencia nada sencilla. Como suele ocurrir en la vida real, el fallecimiento del familiar cercano es doloroso, pero también encarna en algo parecido al alivio, el comienzo de otra vida posible, posiblemente más armoniosa. Annie Graham (Toni Collette), hija, esposa y madre, artesana especializada en la manufactura de edificaciones, mobiliarios y criaturas de tamaño minúsculo, observa atentamente una de sus creaciones en proceso al tiempo que procesa los primeros destellos del duelo. Luego llegarán el desfile de familiares y amigos, el entierro y el regreso a la casa familiar. Steve Graham (Gabriel Byrne) la acompaña en todo momento, sosteniendo el precario equilibrio de la relación con sus dos hijos: Peter, un chico adolescente algo retraído, y su hermana menor, Charlie (primer papel en el cine de la joven estrella de Broadway Milly Shapiro), quien parece sufrir de algún desorden genético y/o psicológico, además de una intensa alergia a las nueces (detalle nada menor que terminará desencadenando indirectamente la pesadilla). El descubrimiento de un puñado de libros sobre espiritismo no hace más que confirmar las sospechas del nivel de excentricidad y demencia de esa matriarca que ahora, en ausencia, se reconoce como fatalmente tóxica. Pero cuando el nuevo ecosistema familiar comienza a salir de su estado embrionario –no sin penas nuevas y añejas intentando herir las relaciones y la propia constitución personal– llega el desastre no anunciado, tan doloroso que parece imposible de sobrellevar. Hasta ese momento y un poco más allá, El legado del Diablo ha sabido crear un notable tono de tensión donde la amenaza más patente nunca adquiere la silueta de los horrores convencionales: es el propio concepto de armonía familiar y la imposibilidad de hacerlo coincidir con la realidad el que adopta una forma horripilante. Al mismo tiempo, otra serie de circunstancias, muy reales y tangibles, comienzan a ocurrir, como si se tratara de los primeros síntomas de una maldición: la incomprensible remoción de una tumba, la muerte de un animal que adopta un carácter premonitorio, cierta puerta –que debería estar cerrada– abierta de par en par.

 Toni Collette, una actriz siempre confiable, siempre un poco subvalorada, entrega en Hereditary una de las grandes actuaciones de su carrera. Esa madre frágil pero resistente, temerosa de los problemas psicológicos que corren en el torrente genético familiar, es el vínculo directo entre los crecientes terrores de la historia y el espectador. Inicialmente escéptica, aferrada a una fe inesperada a partir de una serie de revelaciones, deseosa de reconstruir de una vez por todas la quebrada estructura que une a los suyos, su descenso a los infiernos es aún más rotundo por la enorme carga humana, lejos de cualquier arquetipo, de su personaje. Al fin y al cabo, la película no es otra cosa que el relato de una serie de eventos traumáticos. O bien la orquestación lógica de un plan que va envolviendo a los personajes, al tiempo que los supera, los excede, como si se tratara de un designio divino o un destino preanunciado. Aster construye un delicado equilibrio entre lo que se sabe y se desconoce, lo que puede verse y lo que está oculto, lo explícito y aquello que permanece fuera de campo (el grito de dolor desesperado de Annie/Toni adquiere muchísima potencia dramática por pertenecer, precisamente, al terreno de lo estrictamente sonoro). En El legado del Diablo no abundan los golpes de efecto diseñados para que el espectador salte en la butaca. El susto, en todo caso, es el resultado del reconocimiento de lo abominable, una vez que la lógica de la pesadilla terminó de destronar cualquier otro razonamiento y tomó posesión de aquello que se reconocía como ordinario, cercano, natural, humano.