A principios de los 90, cuando tenía apenas 9 años, a la vuelta de mi casa vivía un hombre que coleccionaba películas en VHS copiadas de la televisión. Las grababa en un formato de compresión que le permitía grabar más de seis horas en un cassette de dos horas. Así podía reducir el espacio físico que ocupaban las películas en su casa y tener una colección con muchos más títulos, además de ahorrar en cassettes.
Entré a su casa por primera vez para buscar una videocasetera prestada, mis padres querían ver un video familiar que mandaron mis tíos de Italia. En mi casa nunca tuvimos una por la crisis que se vivía por esos tiempos, y para mí, tener una por una semana era alcanzar la gloria con las manos. En Crespo había cerrado el único cine que quedaba en pie y la única película que había alcanzado a ver de niño había sido Las aventuras de Chatrán, aunque no tengo recuerdo de eso. Quería ver más películas sin depender de la programación del cable local, ni tener que esperar la invitación a la casa de algún amigo.
Su casa era una casa parecida a la mía en su disposición, pero había quedado detenida en el tiempo. Había varios televisores dispuestos en distintas habitaciones y sobre la mesa del comedor una cantidad de objetos electrónicos desarmados, plaquetas, cables, perillas. Carlitos, así se llama mi vecino, había sido de joven un genio de la electrónica, además de radioaficionado, tenía cámaras y proyectores de todo tipo, podía reproducir lo que le lleves. Miraba televisión en un mini televisor portátil con un sistema inalámbrico que había inventado mientras me hacía pasar a la habitación de las películas. Un cuarto colmado de estanterías llenas de cassettes etiquetados prolijamente con birome. Debe haber visto mi cara de fascinación porque ni bien entré me ofreció que eligiera una para llevarme.
Al encontrarme frente a esa cantidad de películas entré en pánico porque no sabía cuál elegir, y sabía que la elección iba a ser determinante. Mientras él buscaba la videocasetera yo hacía un escaneo veloz de todos los títulos, hasta que en un rincón debajo de todo, encontré el cassette de Indiana Jones I, II y III, así y en números romanos, una atrás de la otra en un mismo VHS.
Durante las horas de la siesta creo haber visto de corrido las tres películas hasta que el tracking me lo impedía. Limpiaba el cabezal con un trapito con alcohol y repetía. ¿Cómo no iba a querer ser arqueólogo después de eso? Pasé varios días jugando con un látigo que guardaba mi papá para espantar a los perros que se metían en el patio cuando mi perra se alzaba.
Devolví la videocasetera y la vida siguió su rumbo. Fue por esa época que mis padres formaron un grupo Scout en Crespo y mis ansias de aventura fueron colmadas allí, en un pueblo del litoral argentino, que además era capital nacional de los pollos. Naturaleza, campamentos, avistaje de aves. Luego la adolescencia, amistades, música y noviazgos.
Al terminar el secundario, cuando llegó la hora de decidir qué hacer, la arqueología ya no estaba en la lista de posibilidades: era el 2001, y los tesoros por encontrar habían quedado en los bancos acorralados. Después de un intento fallido por estudiar Ingeniería en Sistemas, el gran descubrimiento fue que había gente que se dedicaba a hacer películas y que se podía vivir de eso, algo que a mis padres les parecía arriesgado como “salida laboral”. Y fue precisamente eso, una salida. Esa noche despedí a mis padres en la terminal, el colectivo recorrió las calles de Crespo que años más tarde volvería a filmar. Miré por la ventanilla largo rato sin poder dormir, me llenaba de ansiedad todo lo que estaba por venir.
Eduardo Crespo nació en Crespo, Entre Ríos, en 1983. Es director, productor y director de fotografía. Ganador de un Martín Fierro por la serie de TV Doce Casas (2014) co-dirigida con Santiago Loza. Además de sus cortos, dirigió dos largometrajes, Tan cerca como pueda (2012) y Crespo. La continuidad de la memoria (2016) estrenados y premiados en varios festivales internacionales.