Podrían haber sido los dos de Villa Crespo o Paternal, pero la encrucijada aspiracional de una clase social porteña a la que se pertenece o se desea pertenecer, que es casi lo mismo aunque nada que ver, hizo que fueran de Newark, New Jersey. Y ambos escritores son, fueron, mucho para mí. Una fuga hacia adelante, ni más ni menos.
En 1948, justo después de la segunda guerra mundial, Newark alcanzó su pico poblacional con casi 450 mil habitantes. Había crecido con inmigrantes del sur y este de Europa que se establecían allí, y tenía barrios muy diferentes entre sí, como la gran comunidad judía concentrada en la calle Prince. La primera vez que escuché unas líneas de Paul Auster sobre aquel barrio judío fueron leídas en un programa de radio de comienzos de los noventa, y era algo referido al padre muerto de La invención de la soledad. Poco después murió el mío, Jimmy, tras una enfermedad terminal repentina y voraz, y me encontré huérfano a los veintitrés años recién cumplidos, con un hombre judío en los brazos, argentino, hijo de inmigrantes polacos, cantante y compositor de la nueva ola, productor de folklore y vendedor de enciclopedias a crédito. A Philip Roth, el otro escritor en cuestión, me costó encontrarlo. Aunque lo busqué por años.
Los finales de los noventa habían puesto boca arriba toda consideración cultural, y aquí se vislumbraba una tragedia social mayor. Lo judío estaba entre paréntesis, aunque me picaba, y cada vez más en otra dirección. Quiero decir, aquí habían explotado dos bombas inéditas que colmaban las problemáticas institucionales de la comunidad y la política argentinas, y el debate por algo así como la identidad me latía pero no tanto como algunos otros datos que, posteriormente, se revelaron más dramáticos aún. Estaban los autores mayores: Fijman, Gerchunoff, Blomberg, muy a la distancia. Pronto aparecieron Orgambide, Rivera, Viñas y Feinmann. Podía ser la formación de Macabi, Atlanta o algún combinado de Hebraica. Y estaban los de mi edad, Marcelo Birmajer y Daniel Burman, a quienes admiré y seguí hasta que les perdí pisada. Y por supuesto tuvimos a los judíos simpáticos de siempre, todos muy talentosos, que hacían teleseries y stand up, pero que a mí me resultaban indiferentes. Pero necesitaba algo más para completar un cuadro cultural e histórico.
Y entonces, un domingo, en algunas de esas notas entusiastas de Rodrigo Fresán en Radar sobre literatura norteamericana, descubrí a Philip Roth. Su nombre integraba esa catarata de apellidos judíos que abundan en referencias a escritores e intelectuales descendientes de emigrados de países del Este, cacumen de una idiosincrasia liberal y progresista. Para entonces conocía la historia de mi tío Alejandro Oster, autor de teatro judío porteño, y su fábula de los tres hermanos checoslovacos separados en el puerto de Odessa, cada uno con destino a tres puertos americanos: New York, San Pablo y Buenos Aires. Con lo cual, pensaba yo, me dijeran lo que me dijeran, todos veníamos del mismo sitio.
Tardé en acercarme a Roth porque le tuve miedo. Literalmente, temor de que me revelase una violencia implícita, inherente a lo humano. Le tenía miedo a la vida.
En un viaje encontré una edición económica de El teatro de Sabbath, que no leí durante meses. Cada tanto hincaba el diente en parrafadas que me cautivaban y a la vez desvanecían mis identificaciones literarias. Empecé a asomarme al desencanto masculino, al hastío y el aburrimiento de la vida, que podía sobrevenir incluso tras saciar los mayores placeres y habiendo alcanzado un sosiego en la cumbre. Podía devenir, Mickey Sabbath, en la más pura depresión, declive o deterioro, sin heroísmo político ni desencantamiento de amor explosivo, en un hombre cuya única obsesión es la muerte concreta.
Había allí otra escritura, densa, sobre el judaísmo. Un tallado de personajes sensuales y neuróticos, absurdamente bellos y revulsivos, como todos nosotros. Había, hay, algo tierno y guarango en Philip Roth. Y en eso, estimo, comencé a entender, había un vuelo diferente al del Paul, el otro amigo oriundo de Newark. El distrito New Jersey era aquella zona al otro lado del río Hudson que tanto citaban estos escritores, y que para mí podía ser, Villa Crespo o Moisesville. Pero acaso Philip Roth tocaba cuerdas más pesadas, espesas. Respiraba algo vital, desencajado, embrutecido y lírico a la vez, bello. Y aún faltaba lo mejor.
Tarde y entré en sus grandes novelas. Pastoral americana y el derrumbe estrepitoso del sueño americano, de Yalta a Vietnam, del béisbol al crimen. Una frase: “El viejo sistema que creaba el orden ya no funcionaba. Todo lo que quedaba era el temor y el asombro del anciano, pero ahora sin nada que los ocultara”. Empecé a mirar las fotos de Roth con asombro. Era la cara de un abuelo satisfecho y malo, extremadamente inteligente y voraz, seductor y cortante. Con la saga de Zuckerman, siempre presentada en estas páginas dominicales por el entusiasmo fresaniano, accedimos al laboratorio del neurótico: la trastienda del escritor. La visita al maestro, dedicada a Milan Kundera, Zuckerman desencadenado, La lección de anatomía y La orgía de Praga, todas obras que deberían leerse en los talleres literarios de todo el mundo.
Las últimas novelas de Roth son criaturas que condensan con maestría la elección de un tema, una forma, un personaje. A dosis perfectas. Patrimonio, sobre el padre. Sale el espectro, un escritor de regreso a su ciudad natal. La humillación, un hombre mayor dulcificado histéricamente por una joven prometedora. Indignación, hermosa y trágica novela sobre los jóvenes y la guerra en Estados Unidos, sobre el alistamiento compulsivo y los sistemas militares.
Genio, soberbio, zarpado, guarango, culto. Roth habla de hombres que, ahora entiendo, para mí generacionalmente son abuelos porque él tenía la edad de mi padre, un poco más. Y para mí es como ponerme en su lugar. Del judaísmo libertario al judaísmo yanqui, liberal y trágico, que vive mansamente su eterno día de Acción de Gracias, hasta que llega la guerra y nuestros muchachos son convocados… Pero también de un judaísmo extraviado, disidente, al que puedo encontrar en Javier Sinay o en Martín Sivak. Un judaísmo distinto, asimilado, mestizo, occidental, latinoamericano, comprometido.
La semana pasada, cuando murió Philip Roth, sin haber recibido el puñetero Nobel y habiendo abandonado hace tiempo la escritura, leí una nota de Pablo Stefanoni sobre la política israelí actual y me quedé helado con esta idea que sobrevuela sintéticamente tantas cosas: “La realidad es que hace unos años que el establishment de seguridad israelí ha identificado como la más grande amenaza para la legitimidad de Israel a los jóvenes judíos estadounidenses educados (los mismos que votaron masivamente por el socialista judío Bernie Sanders), futuros miembros de las élites estadounidenses y cada vez más disgustados por la radicalización sin pudor de la política colonialista y segregacionista israelí y la derechización extrema de la sociedad”. Entonces le dediqué unas lágrimas a ese tremendo escritor que me ha revuelto las tripas, a quien admiro como el que más, y de cuyos libros podemos absorber y encontrar, tal vez, un mundo distinto.