En su columna del programa Desafío 20.18 del 13 de mayo pasado, José Natanson esbozó algunas hipótesis acerca de porqué la Argentina recurrentemente fracasa en los intentos de construir una senda sostenible de desarrollo, algo que los recientes episodios de la coyuntura reiteran una vez más, casi como una farsa. Se mencionaron hipótesis en dos líneas diferentes, y no necesariamente complementarias.
1. Un irresuelto conflicto entre un patrón industrializador y el tradicional patrón librecambista, centrado en las ventajas comparativas estáticas.
2. El empate “maldito” entre dirigencias empresarias y sindicales, reflejo de una clase trabajadora organizada que impide que prosperen proyectos concentradores en favor de los sectores sociales altos, como sí ocurrió en los casos de Chile y Brasil.
Se trata de hipótesis añejas, que integran el bagaje de análisis de los observadores de la realidad argentina. El alegado choque entre librecambistas pro-campo e industriales proteccionistas reconoce lejanos orígenes en nuestra historia, y se sincroniza con la disyuntiva peronismo-antiperonismo de la posguerra. La idea del empate por su lado toma cuerpo en las décadas de 1960-1970, como herramienta para explicar la crónica inestabilidad institucional de aquel entonces (entre 1952 y 1976, la Constitución establecía tres mandatos presidenciales, pero ellos fueron doce).
Ha corrido bastante agua bajo el puente, y se puede revisar con alguna frialdad la vigencia de estas explicaciones, que se proyectan hasta el presente. Y hay razones para pensar que las cosas hoy no son tan así, pero también que quizá tampoco fueron tan así.
En cuanto al tema Campo vs. Industria, vale señalar que ni el primer gobierno peronista tuvo profundas convicciones industrialistas ni tampoco dejó caer al campo; así lo demuestra el subsidio a las agroexportaciones del entonces IAPI (Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio), en los últimos años de ese gobierno. Hubo sí una fuerte extracción de la renta proveniente de los elevados precios internacionales de 1946-1948 de los productos primarios, renta que no fondeó desarrollo industrial en forma generalizada.
Pero en los años siguientes al decenio peronista, de la mano de la Cepal y la Alianza para el Progreso, el proyecto industrialista, basado primero en la sustitución de importaciones y luego más preocupado por la exportación industrial, fue consolidándose. Fue, con variantes en cuanto a la centralidad de los actores (empresas nacionales vs. empresas multinacionales vs .empresas estatales), el proyecto rector de todos los gobiernos hasta 1976. Esto dio lugar al ciclo más virtuoso en términos de trayectoria económica de toda la posguerra, ciclo donde la restricción externa se aflojó considerablemente, dejando espacio para 10 años de crecimiento ininterrumpido.
Este proyecto se diluye a partir de la dictadura militar de 1976-1983, la que lo agrede a través de la política arancelaria, y sobre todo de la reforma financiera de 1977. Sin embargo, se conserva un conjunto de instancias propias de los años anteriores, plasmadas por ejemplo en una ley de promoción industrial, en la persistencia del grueso de las empresas estatales y en la continuidad de grandes obras de infraestructura. Lo que interrumpe este ciclo híbrido (combina financiarización y desarrollismo residual) es la crisis de la deuda externa de 1982. Pero hay también un creciente cuestionamiento, desde una diversidad de sectores, a un patrón industrializador considerado ineficiente y volcado a un protegido mercado interno (pese a que las cifras indicaban un más que razonable desempeño de un conjunto de exportaciones industriales).
Lo que vino después es historia conocida: el profundo ensayo neoliberal de los ‘90 tras la hiperinflación, su posterior quiebra, y la sustitución por una experiencia redistribucionista con una tibia vocación industrialista; éste último se delinea sobre la marcha, como forma de salida de unos de los episodios más anómicos de la historia argentina moderna. Esta experiencia enfrenta crecientes restricciones a partir de 2011, por estrangulamiento externo.
La conclusión es que no hubo un auténtico debate programático entre un modelo industrialista y uno primario-financiero; hubo más bien una secuencia.
Yendo ahora al segundo tópico: ¿fue realmente algún “empate” lo que desembocó en el persistente estancamiento argentino desde mediados de los años ‘70?
Es imperativo señalar que el peso de la clase trabajadora sindicalizada, como contendiente del poder económico, se verifica precisamente antes de la dictadura; tiene un rol importante en la crisis desarrollada a partir del denominado Rodrigazo. La tesis del “empate” ha sido formulada de hecho para dar cuenta de lo ocurrido antes de 1976.
Es que las apariencias engañan: la prolongadísima persistencia de una parte de la dirigencia sindical pareciera sugerir un liderazgo con capacidad de resistencia notable, en nombre de las clases populares. Pero lo cierto es que ni la crisis de 1982, ni la hiperinflación 1989-1990, ni la quiebra de la Convertibilidad en 2001-2002 reconocen como un factor central algún poder de fuego de la clase trabajadora sindicalizada. Es más, vimos con mucha frecuencia como un núcleo importante de las conducciones sindicales pactaron sucesivamente su supervivencia como estamento, algo que se repite una vez más en estos días. Porque, es justo decirlo, dirigencias sindicales muy criticadas desde ámbitos patronales han sido de hecho toleradas y quizá protegidas, por su papel de contención de las demandas de las bases, como alternativa a un posible entronizamiento de conducciones más combativas.
En definitiva, la explicación del estancamiento de la Argentina no debe buscarse ni en conflictos entre patrones económicos ni en irresueltos choques en el plano socio-políticos. Las elites más concentradas tuvieron dos amplias oportunidades para imponer sus proyectos, al calor de un inédito patrón represivo durante la dictadura, y luego del disciplinamiento social que vino de la mano de la hiperinflación de 1989-1989. Y en ambas instancias fracasaron ruidosamente, por las inconsistencias de los programas propuestos.
Hay en la Argentina, por lo visto, una congénita incapacidad de estas dirigencias concentradas de enunciar un proyecto sostenible, por razones que no resulta fácil dilucidar, si se quiere evitar tanto algún determinismo economicista como la apelación a la mera perversidad. Como lo demuestra la experiencia kirchnerista, desde algún campo político y social alternativo, tampoco parecen surgir ideas y programas eficaces.
Esto puede ocurrir, y no solo a la Argentina. El desmantelamiento del proceso industrializador brasileño, tan exitoso en su momento en términos de dinámica y de diversificación productiva, es un fiel ejemplo. Y este desmonte fue propiciado tanto por la derecha neoliberal como por el ciclo de gobiernos del Partido de los Trabajadores
* Universidad de Buenos Aires-Cespa-IIE-FCE.