Mayo terminó como el mes más intenso del gobierno de Cambiemos. Los hitos fueron la corrida cambiaria, la multimillonaria pérdida inútil de reservas internacionales, la devaluación del 20 por ciento y la coronación con el regreso al FMI como cancerbero del ajuste brutal. El balance preliminar es una probable irremontable pérdida de consenso social y legitimidad política. La gran burguesía local llegó por primera vez al poder por los votos, es decir sin intermediaciones políticas “molestas”, con sus propios CEOs en cada ministerio, pero sólo para volver a demostrar su incapacidad manifiesta para construir un régimen político—económico estable. La vuelta al FMI sólo terminó de correr el velo de clase que había comenzado a caer con los recortes jubilatorios de diciembre.
Pero los hitos de mayo no terminaron con el Fondo, sino con el veto del Ejecutivo a la ley que ponía límites a la suba de tarifas. El rechazo era predecible para un gobierno que renovó la obsesión discursiva por el déficit fiscal. Sin embargo políticamente significó algo más profundo: la ruptura de la alianza con la liga de gobernadores opoficialistas, que al parecer decidieron no inmolarse y acompañar sólo hasta la puerta del cementerio. La voz cantante la puso el senador Miguel Pichetto, quien recriminó la falta de negociación con la parte más dispuesta, comprensiva, racional y cartesiana de la sedicente oposición, la justicialista federal.
Y mirando desde la lógica del ajuste, Pichetto tiene razón. Cuesta entender la obsesión tarifaria gubernamental cuando los servicios ya se aumentaron hasta el punto de afectar fuerte a la propia base social del gobierno, a esos amplios sectores de las clases medias y medias bajas que acompañaron al oficialismo hasta hace tan poco como octubre pasado y que cotidianamente ven con espanto como se evapora su poder adquisitivo. Pero además los subsidios como porcentaje del PIB también habían caído significativamente.
Un reciente informe de la consultora PxQ destaca que los subsidios económicos se proyectan en el Presupuesto 2018 al 1,6 por ciento del Producto. Es necesario remontarse a 2009 para encontrar un nivel tan bajo. Luego, repasando la serie se encuentra que los topes se alcanzaron en 2014 y en 2016, con 4,4 y 3,5 por ciento del PIB, respectivamente. La razón de esta disparada justo en años en que las tarifas se aumentaron no fue otra que las devaluaciones. De manera directa, porque el grueso de los subsidios surge de la diferencia entre el precio de los combustibles importados y el precio local. Si la moneda se devalúa, este diferencial aumenta. De manera indirecta porque la carga también aumenta por los efectos contractivos de la devaluación, al caer el PIB aumenta el porcentaje de participación de las transferencias.
Una vez más vuelve a aparecer entre los hacedores de política la falta de comprensión del funcionamiento del sistema económico como un todo, así como de las tarifas como uno de los principales precios relativos, la noción básica de que la macroeconomía difiere de la contabilidad empresaria. Si Cambiemos quiere cumplir con la meta del Presupuesto 2018 de que los subsidios no superen el 1,6 por ciento del PIB, los aumentos deberán ser mayores a los programados para superar la nueva brecha introducida por la devaluación del 30 por ciento en lo que va del año, pero al hacerlo, y restringir el ingreso disponible de las familias después del pago de tarifas, profundizará los efectos contractivos de la devaluación. Al mismo tiempo, la virtual dolarización de las tarifas funciona retroalimentando la inflación al derramar sobre toda la estructura de costos de la economía. Los citados son todos efectos predecibles de la internacionalización de los precios de las tarifas. El resultado es, otra vez, la historia del perro que se muerde la cola. Aunque haya votado casi todas las leyes más gravosas de Cambiemos, hasta Pichetto advirtió la inconsistencia macroeconómica.
En el veto del último día de mayo no sólo primó la visión fiscalista, sino también la tónica de ofrecer “señales” a “los mercados” y, ahora también, al FMI. Sin embargo, el veto no será suficiente. Para cumplir la meta presupuestaria tras la devaluación, las tarifas deberían subir entre un 20 y un 25 por ciento, siempre imaginando un dólar estable en la segunda mitad del año. El problema, como se reseñó, es que con estos aumentos se empujará algunos puntos la inflación y contraerá la economía, es decir, se vuelve a neutralizar parcialmente el peso de los aumentos.
Por el otro lado juegan las metas de déficit primario, que antes de la devaluación y según el Presupuesto eran del 2,7 por ciento del PIB. Nótese que si no se logra bajar el peso de los subsidios por la inviabilidad de continuar con los aumentos de tarifas, también se cae la meta de déficit, ahora encorsetada por el acuerdo con el FMI. Y todo ello sin hablar del déficit financiero, que también fue agravado por la devaluación