Desde Córdoba
Las imágenes de las topadoras arrasando con las humildísimas casas de los vecinos, los gritos implorando, insultando; el llanto y los ruegos de las mujeres, los chicos y los hombres corriendo bajo los palazos de la policía montada, hicieron del gélido viernes 1 de junio un día de espanto en Córdoba. El violento, impiadoso desalojo marcará para siempre a la gobernación de Juan Schiaretti.
¿O acaso alguien podrá olvidar al desesperado padre de familia que se subió al techo de su casa, se vació un bidón de nafta y amenazó con inmolarse? ¿O a su joven mujer que temblaba de frío y terror junto a él, mientras sostenía en sus brazos a la hijita de dos años? ¿Quién, si los vio, podrá olvidar a esos tres seres humanos ahí arriba, con el viento del sur que cortaba la respiración y hacía flamear una bandera en una terrible, atroz postal de lo que es la Argentina hoy para los olvidados?
Abajo todo era caos, fuego y palazos. No sólo para los vecinos que intentaban defender sus hogares, sino también para los legisladores y legisladoras que a media mañana llegaron para interceder. No. No hubo tregua alguna para los más de doscientos vecinos que estaban en el predio de Parque Esperanza: unas 11 hectáreas en Juárez Celman, a 10 kilómetros al sur de la capital, que habitaban desde 2014 y cuya “limpieza” ordenó el juez Julio Guerrero Marín; ejecutó la policía; y cuyo modo permitió el gobierno provincial. El sitio –cercano al aeropuerto de Córdoba– pertenece a una sociedad anónima, Urbanor y, como no cuesta mucho imaginar, se convertirá en otro country.
“Este no es el modo, no es el modo de hacer las cosas”, repetía intentando no quebrarse una cronista reconocida por su militancia amarilla. Lo del viernes dejó en carne viva a periodistas y camarógrafos. La virulencia del “procedimiento” los impactó, aún cuando desde sus medios los conductores y editores acentuaban el “delito de usurpación”, o ninguneaban lo que estaba sucediendo.
La policía incluso llegó a apalear a las legisladoras Carmen Nebreda y Gabriela Estévez. “A las mujeres nos pegaban en las piernas”, contó a este diario Mechy Ferreyra, fotógrafa e integrante de la Mesa de Trabajo por los Derechos Humanos. Las organizaciones acompañaron y se quedaron todo el día con los vecinos desalojados.
“He visto cosas que partían el corazón –siguió Ferreyra, miembro de una de las familias diezmadas por la última dictadura–. Mujeres que ponían sus cuerpos pensando que así defenderían a sus hombres y les pegaban igual. Chicos en el medio del viento, la tierra y los palos; los perros perdidos; un viejito que a la tarde, hurgando en los escombros, encontró la llave de la que era su casa y se sentó en la tierra a llorar. Una nena que a la noche estaba preocupada por lo que le diría a la abuela, cuando la encontrara, porque las máquinas rompieron la casa y le mataron los dos gatitos”.
Pero tal vez lo que ocurrió apenas cayó el sol fue peor. Además del frío y la intemperie, siguieron reprimiendo. “Los vecinos se iban a refugiar en una iglesia. Pero la montada nos seguía, nos corría –relató la fotógrafa–. Es terrible sentir los caballos, los palazos y correr en la oscuridad en un lugar que ni conocés. Cuando tuvimos que saltar un canal, pensé en (Santiago) Maldonado. Cuando podían, te agarraban de los pelos y te llevaban”.
Vanesa, la joven mamá que sostenía a su nena sobre el techo y que junto a Carlos le dieron visibilidad a la barbarie estatal, reclamó luego ante las cámaras: “¿Ahora adónde vamos? Nos quedamos sin casa, sin casa nos quedamos... Hacemos responsable al gobernador Schiaretti, al juez Marín y a Miriam Prunotto” (la intendenta radical de Juárez Celman). No quisieron ir a refugiarse en la capilla. Ella, sus hijos, una hermana y su compañero, hicieron un fueguito a un costado de la ruta y se quedaron custodiando, a lo lejos, las ruinas de lo que fue su casa. Su barrio.
A la intemperie
A pesar de que tuvieron cuatro años para reubicar a los vecinos que la intendenta señalaba –cada vez que podía– como los “responsables de la inseguridad” de la zona, el Estado provincial no tenía preparado ningún sitio para dar cobijo a las personas que dejó sin techo en el día más frío del año. “Sólo ofrecían lo que nos vienen diciendo –contó Claudia, una vecina–, darnos 43 mil pesos a cada familia y unos días de hotel. ¿Qué podemos hacer nosotros con eso?” La mujer explicó que “a esa plata, en todo caso, que la juntaran y nos vendieran un terreno dónde construir”.
Una vez que el párroco les abrió las puertas, unas cien personas se apretujaron en la capilla (y allí siguen hasta hoy). Como toda respuesta el ministro de Desarrollo Social, Sergio Tocalli, dijo que atenderán a las familias desalojadas “desde el lunes”. No hubo carpas ni cobijo. Nada para auxiliar a mujeres con bebés de pecho, embarazadas, ancianos y niños. Algunos, los más afortunados, pudieron refugiarse en casas de familiares.
En cuanto a las trece personas que se llevaron presas a distintas comisarías, la penalista Lyllan Luque –que trabajó con Ramiro Fresneda en la defensa de los detenidos– dijo a PáginaI12 que recién el sábado por la tarde liberaron a los últimos tres: “Un joven universitario y dos vecinos: Fermín Villegas y Andrés Villalba, que fueron imputados de causas más graves: coacción y resistencia a la autoridad”. Entre los detenidos también se llevaron a integrantes de organismos sociales, como La Bisagra; y a la nieta de la desaparecida Rosario “Charo” Aredes, una de las víctimas de la última dictadura.
El viernes se comprobó que el gobernador Schiaretti no sólo baila con el presidente Mauricio Macri cuando viene por Córdoba, sino que comparte con él similar ritmo y modus operandi contra los más débiles. La violencia en el desalojo no tuvo una voz de mando que la detuviera. Las víctimas quedaron a merced de la policía y la infantería.