“Todos caminamos sobre huesos, es cuestión de hacer agujeros profundos y alcanzar a los muertos tapados”, dice la protagonista de uno de los cuentos de Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama) de Mariana Enriquez, uno de los mejores libros publicados durante 2016, un año en que se destacaron especialmente Romina Doval con su magistral novela La mala fe (Bajo la luna), Cecilia Szperling y La máquina de proyectar sueños (Interzona), María del Carmen Colombo de la mano de El cuaderno de música (Cienvolando), Beatriz Sarlo con Zona Saer (Ediciones Universidad Diego Portales), María Moreno gracias a Black out (Literatura Random House), Romina Paula en Acá todavía (Entropía), Debora Mundani a través de El río (Corregidor), Ana María Shua con Hija (Emecé), Alicia Plante y La sombra del otro (Adriana Hidalgo), Clara Obligado en La muerte juega a los dados (Páginas de Espuma), María Martoccia con Años de gracia (Tusquets) y Victoria Gessaghi y La educación de la clase alta argentina (Siglo XXI). ¿Demasiadas mujeres? Quizá sea apenas una “feliz” coincidencia de esta selección caprichosa a la que habría que incorporar la obra maestra de Daniel Guebel, El absoluto (Literatura Random House), la genialidad de Gustavo Ferreyra y su Piquito a secas (Alfaguara), los cuentos de dos cordobeses, Federico Falco con Un cementerio perfecto (Eterna Cadencia) y Nelson Specchia con La cena de Electra (Edhasa); y seis novelas tan diversas que sólo pueden convivir por la vigorosa arbitrariedad que despliega todo balance: El amo bueno (Mardulce) de Damián Tabarovsky, Fuera de lugar (Anagrama) de Martín Kohan, París y el odio (Entropía) de Matías Alinovi, La mujer y el espejo (Libros del Zorzal) de Eduardo Álvarez Tuñón, Las estrellas federales (Interzona) de Juan Diego Incardona y Un padre extranjero (Tusquets) de Eduardo Berti.
Hay frases que resuenan a la hora de compendiar los mejores libros editados en un año lúgubre por la caída de las ventas en las librerías, un descenso que oscila entre un 10 y un poco más del 30 por ciento, según confirma Alejandro Dujovne (ver aparte). Hay frases que regresan, como si los residuos de la historia se reprodujeran a la manera de farsas desafinadas que preservan las huellas de una indisimulada evidencia. “La aristocracia argentina huele a bosta”, repite la frase de Sarmiento una de las entrevistadas por la antropóloga Victoria Gessaghi en el formidable trabajo La educación de la clase alta argentina. Tal vez las astillas de la violencia y la incomodidad con las identidades podrían conformar una amplia zona de lectura desde donde intentar revisitar una porción de la producción narrativa del año. ¿No es acaso un tópico arraigado el viaje a Francia en la literatura argentina como destino de quienes algunas vez imaginaron que sólo podían ser escritores desde una buhardilla parisina? En París y el odio, Alinovi desarticula este tema a través de las peripecias del joven incendiario Eladio Marino, un físico argentino con aspiraciones literarias que sobrevive como puede en la capital francesa, adonde llegó con la vaga esperanza de emular la experiencia de Julio Cortázar, escritor a quien terminará impugnando por el registro “sentimental y pegajoso” de su prosa.
Kohan problematiza en Fuera de lugar sobre cómo lo monstruoso y lo normal coexisten para patear el tablero de esos territorios anestesiados por la comodidad acrítica. Tabarovksy, en El amo bueno, extrema su propuesta estética al politizar la sintaxis y lanzar un puñado de preguntas en torno a la posibilidad de repensar las tensiones entre ideales revolucionarios y vanguardias. La educación sentimental y la seducción por el mal podrían aglutinar dos novelas bien diferentes como Hija y La mala fe. Shua, más que cuestionar la maternidad en sí, radicaliza un escenario posible: una buena madre que educa correctamente a su hija, pero la hija en cuestión, siempre desde la perspectiva materna, es una mala niña-adolescente-joven, muy astuta para disimular su maldad con un aire de presunta inocencia. El coqueteo de Paulina con el peligro de robar en supermercados, el mismo año de la crisis de 2001 y casi en coincidencia temporal con los saqueos, no la hunde en el fango de una chica de clase media que se cayó del mapa y no le quedó más alternativa que robar. Doval, una de las narradoras que más disfruta de perturbar a los lectores y dinamitar los lugares comunes, explora zonas sombrías de la existencia en el tránsito que va de la infancia a la adolescencia de dos amigas.
El epílogo se aproxima con un elogio a la desmesura para dos escritores excepcionales por la complejidad de los mundos que arrojan sobre los lectores: Guebel y Ferreyra. “En nuestra familia de locos pagamos el precio de la demencia para ascender a los cielos de los genios”, confiesa la narradora de El absoluto, que se encierra a escribir la genealogía de la singularidad familiar de seis generaciones de artistas. El extraviado afila las “ideítas” en la punta de su lengua. El “volcancito farfullador”, Piquito, sociólogo de 33 años de desopilante militancia piquetera en las filas de Polo Obrero, es uno de los personajes más revulsivos y entrañables de Ferreyra, un narrador que construye novelas como granadas lingüísticas-políticas que estallan para alumbrar la excepcionalidad de un proyecto literario.