Es indiscutible que, si alguien lo viera, todos, alguno y cualquiera se preguntarían para qué es que han puesto la mesa si, desde que ha sido servida, en lugar de comer sólo se besan, se acarician, se sonríen y se babean mutuamente en un ensimismamiento de cuento antiguo que los envuelve al igual que el aroma de las endivias, el vaporcillo del arroz verde y la prestancia grave del solomillo.

No se discute lo indiscutible que puede ser para todos, alguno y cualquiera. Sin embargo, yo, que a ella la conozco lo suficiente, de algo estoy segura: la baba no era suya. Ella, que es capaz de cualquier cosa, ni siquiera metafóricamente permitiría un desatino semejante.

A él, en cambio, no lo conozco tanto, pero sé ‑es evidente‑ que algo tenía planeado cuando se dispuso a preparar la comida y llenar el ambiente de aromas, a sabiendas de que ninguno probaría bocado. Incluso sospecho que en algún momento dudó sobre lo verde del arroz, pero a primera vista se nota que es de los tipos que saben muy bien cuánto apuestan en la audacia de un menú.

¿Será de dios que esto pase? ¿Es que irán a quedar, la mesa, con sus primorosos platos preparados, humeantes, apetecibles, sobre el mantel de lino blanco con guardas, así de impecables todo lo que dure la noche? Sin embargo y contra toda expectativa, el beso cede, afloja, aparta: un rubor de lirio margarita invade de improviso sus mejillas y ambos ‑los dos, digamos‑ parecen retrotraerse y, para no tocar los decorados platos, se ensimisman, cada quien en su mirada, viendo quién sabe qué visiones angelicales de una y de otro que les llegan, a ambos, antes que de una larga y complicada serie de procesos refractivos y reflexivos de la luz que termina incidiendo en la retina; arriba desde lo más hondo de su alma, esa cavidad cavernosa y metafísica que el padre Peirouté solía localizar "en donde más duela".

Es por eso que ella se incorpora, vuelve por un instante a estar sola en el universo y piensa que, si no come nada, no podrá beber sin marearse automáticamente. Así que brindan y beben. Y ella propone volver a brindar y a beber, beber y brindar porque ya estaría llegando la hora de ponerse más sensual y a ella esa parte, siempre pero siempre, le sale fatal. Se le da por hacer chistes, preguntas descontextualizadas y seguir bebiendo para dejar de hacer chistes y ponerse sensual. O sea que brindan de nuevo y algo comen. Piensa que debe estar riquísimo, lástima que ahora no tiene hambre. Ahora tiene ganas de que le salga rápido eso sensual así puede quitarse las botas y sentirse cómoda, pero entonces duda porque él cocinó, puso ese mantel de lino tan lindo (cómo es que ella no tiene un mantel bordado de lino tan lindo, le pregunta) todo para que lo único que ella quiera sea ponerse cómoda y que él la lleve a la cama. La descortesía misma. No queda más remedio que comer algo mientras brindan quién sabe por quién, acaso por ellos mismos, no puede prestar atención porque está concentrada en ponerse en modo sexy. A causa de esa concentración es que insiste con las preguntas tontas hasta que así, de la nada, se le da por mirar el arroz, nota que es verde y le da como un susto que, de tan inoportuno, la hace dejar la copa sobre la mesa. Ella no sabe cómo sería un susto oportuno, pero, a pesar de darse cuenta de lo absurdo del susto que tiene, no lo puede evitar: qué horror si le quedó un grano de arroz verde en algún diente, tiene un pequeño huequito en la paleta derecha que siempre la traiciona. Y entonces, ya en las antípodas de cualquier erotismo posible, lo mira a los ojos, le sostiene fuerte la mano derecha, abre la boca con los dientes apretados y le pregunta: ¿tengo algo verde en los dientes?

El se levanta ahí nomás de su asiento, con velocidad y ligereza, y de inmediato se cala las lentes de présbite y se va ubicando para tener una mirada, un ángulo y una definición acorde a las circunstancias. Yo no lo conozco mucho pero sé que a veces tiene ocurrencias sorprendentes, acaso esta reacción oclusiva sea un reverdecer, una recidiva de aquel interés que, en su madura juventud, lo llevó a interesarse por la ciencia de los desdentados, y entonces le mira el esmalte, y recorre las oquedades dentales con la mirada, comparando los espacios intersticiales que hay entre una pieza dental y la otra: piensa, con no poca sorpresa, en el esfuerzo de corte que provocan los incisivos para desgarrar el alimento, y en la compresión en que incurren las muelas para desgranarlo. Pero esto dura un segundo. Al rato ya está de nuevo besándola, tocándola, acariciándola y uno pensaría que es ella quien está a punto de ponerse de pie, de pararse.

Todos, alguno y cualquiera podrían creer que ella está a punto de levantarse, pero no. Atravesado el susto, se le da por tener hambre. ¿Vamos a dejar todos esos manjares para mañana pudiéndolos saborear hoy?, pregunta. No hay nada que hacer, la conozco de años y nunca para de preguntar boludeces.

¿Y él? A esta altura, aunque no lo he visto más que un par de veces, y en circunstancias más terrenales, estoy segura de que ya ni sabe si tiene... ¿Hambre? ¿Risa? ¿Un poco de sueño? Puede ser que, a su edad, todavía no sepa qué tiene que tener cuando alguien le da vuelta los planes tantas veces. Son tal para cual porque la verdad es que no, no sabe ni le importa. Está chocho de la vida él con las vueltas de ella. Tanto que se dispone a servir una porción de aromas en su plato con la idea de darle de a trocitos en la boca. Sin embargo, cuando está por cortar el solomillo se olvida para qué tomó los cubiertos, vuelve a ponerlos sobre el mantel blanco de lino bordado y la mira. Ella tiene otra pregunta tonta en la punta de la lengua pero, por suerte y al fin, también se olvida. Entonces, intercambian sonrisas como burbujas, se acercan, se buscan y ya no pueden parar.