Salimos caminando por Callao mientras las columnas seguían llegando a la Plaza del Congreso, éramos miles que seguíamos agitando, cantando, riendo, todavía mojadas por la lluvia y por las lágrimas de la emoción de haber ocupado la calle otra vez. El tránsito estaba liberado pero lo cortamos igual por la prepotencia de la multitud feminista que tiene al principio de junio una fecha que es historia porque una vez, hace tres años, desbordamos las calles con el dolor y la indignación frente al asesinato cotidiano de mujeres y travestis, las que llevamos en el cuerpo las heridas de la violencia machista. Y desde entonces, cambiamos el mundo en el que vivimos, lo cambiamos aunque los femicidios se sigan contando cada 30 horas, aunque la reacción del patriarcado nos sigue tratando con crueldad. Lo cambiamos porque no nos callamos más y porque cuando una mujer habla y denuncia podemos decirle “yo te creo, hermana”. Porque en la calle, entra nosotras, hay miradas cómplices cuando nos sentimos amenazadas y entonces la amenaza no se realiza, la conjuramos. Este año, la marcha NiUnaMenos, esa consigna que es contraseña contra la violencia machista acá y en el mundo, que se enunció este 8 de marzo en tierra de revolución zapatista, que se dice en italiano y en portugués y las muchas lenguas que hablamos en nuestra región latinoamericana, que se entiende en inglés y también se reconoce en las lejanas montañas del Kurdistán; este año la marcha Ni Una Menos estuvo teñida de verde. Verde porque entendemos que emanciparnos de la violencia machista y reclamar por el aborto legal es una misma cosa, porque poner el cuerpo en la calle hace la diferencia y esa experiencia de estar juntas, ese poder que se despliega cuando nos hacemos visibles, cuando decimos que “luchar con la compañera le gusta a usted” y nos conjuramos para anunciar que “el patriarcado se va a caer”, es recuperar autonomía para tomar las decisiones que queremos sobre nuestras vidas, para decidir cuándo, con quién, si es hora de ser madres o si no va a ser nunca. Porque no queremos más que el goce de la sexualidad, su experimentación, esté atado al sistema de culpa y castigo que se impone cada vez que nos dicen que tenemos que “hacernos cargo” porque buscamos el placer o el amor; la potencia que pueden desplegar nuestros cuerpos. Este año, la demanda por el aborto legal estuvo en el centro, pero no es la única, está atada a todas nuestras demandas: porque cuando decimos “desendeudadas nos queremos” también hablamos del precio de los medicamentos que se necesitan para abortar y a la vez demandamos que no podemos más de hacer cuentas todo el día porque el endeudamiento público se traduce en obediencia en la intimidad de nuestras vidas y somos las mujeres las que, principalmente, hacemos malabares en la economía familiar para asegurar la supervivencia de las familias, de las comunidades. La demanda del aborto legal también está atada a los modos en que queremos hacer familia, no por imposición sino por deseo. ¿Y cómo queremos hacer familia? ¿Cómo queremos hacer comunidades donde las tareas de cuidado no sean angustias personales, cada madre con su angustia, con el no llegar nunca a todo lo que tenemos que hacer? Ese deseo de comunidad también está en el centro de nuestras demandas. Tenemos que inventar otros modos de amar y de cuidarnos, no queremos más el sacrificio, queremos otras vidas posibles y en la calle, juntas, atisbamos de qué se trata eso de compartir el peso cotidiano con otras que con sólo mirarnos nos entendemos. Caminando entre el tránsito, riéndonos, llorando de emoción, envueltas en el verde del aborto legal y en el magenta que se impuso como color de la demanda de NiUnaMenos para amparar el duelo por las que ya no están, asesinadas por la violencia patriarcal, y el entusiasmo y el poder de saber que podemos ser víctimas pero no somos solamente víctimas, nos envalentonamos y cantamos también lo que no es políticamente correcto, decimos que queremos gozar de nuestros cuerpos, que nos gusta “ser putas, travestis y lesbianas” porque desde esas identidades disidentes plantamos rebeldía frente a lo que se espera de nosotras por mujeres, por querer ser mujeres. No más sumisas, ni calladas, ni depiladas si no queremos, ni flacas a fuerza de restricción y deseo de los otros. Somos las que somos, gordas, viejas, negras, indias, travestis, locas, amas de casa, jubiladas, jóvenes, muy jóvenes, somos las niñas que nos miran y a las que hacemos hijas de nuestras rebeldías porque somos a la vez hijas y nietas de las rebeldías que nos preceden, de las brujas que no pudieron quemar, de las militantes de los ‘70 que ya habían empezado a inventar sistemas de cuidados colectivos para sus hijos e hijas por pura necesidad pero con la solidaridad necesaria para llevar adelante los ideales y la vida cotidiana, el amor y el deseo de cambiarlo todo.
Verde o magenta, lo que se vio ayer fue la fuerza arrasadora de la marea feminista en la que sentimos narradas, las unas en las trayectorias vitales de las otras, amparadas en los abrazos y en los gritos y en el sonido de los tambores que nos llevamos después a nuestras casas, a nuestras camas y cocinas, a las escuelas donde trabajamos o llevamos a nuestros hijos e hijas, a los distintos trabajos que hacemos, a los sindicatos y a los clubes. Nos la llevamos como gema, como recordatorio de lo que podemos hacer juntas: poner en valor nuestras voces, entender los conflictos sociales también desde una clave feminista, saber que necesitamos hacer temblar la tierra y que ya está temblando porque nunca más vamos a volver al silencio ni a la clandestinidad del aborto ni a la clandestinidad de nuestros placeres. Nosotras nos decimos en voz alta, lindas, libres y locas; aun gordas, aun despreciadas por el deseo patriarcal, aun denostadas por los poderes hegemónicos, por los que nos llaman feminazis o de cualquier otro modo que no nos tiene en cuenta en nuestra complejidad y en nuestros deseos. Nosotras, ese nosotras amplio, diverso, disidente, alborotado, enojado también y profundamente solidario frente al dolor. Inventamos palabras para decirlo, inventamos hablar de acuerpamiento colectivo y mundial; porque ponemos el cuerpo para cambiarlo todo y porque al poner el cuerpo le hacemos lugar a los cuerpos que sufren, a los que sobrevivieron, a los que buscan lugar en el mundo que tantas veces se estrecha y nos expulsa. Nosotras estamos inventando otra historia, somos protagonistas de la historia y aun cuando veamos futuro en las niñas y adolescentes sabemos que para ellas estamos ampliando este presente en el que decir “nosotras” tiene sentido, un sentido profundamente revolucionario, un sentido que empuja el deseo de ser otras, con otros y con otres; aun cuando la tierra tiemble bajo nuestros pies porque todavía no sabemos cómo es ser otras, lo estamos haciendo mientras caminamos, mientras llenamos las calles y las teñimos de verde, mientras decimos ¡Ni Una Menos! ¡Vivas y Libres nos queremos!