Paula, una chica universitaria interesada en la fotografía, regresa a casa luego de un día de clases como cualquier otro junto a su padre, profesor en esas mismas aulas. La relación parece muy cercana y, a pesar de que nadie lo dirá, tal vez Paula sea la favorita entre esos dos hijos que ya han llegado a las puertas de la adultez. El sonido no demasiado lejano de una moto a alta velocidad anticipa lo peor: cuatro o cinco disparos certeros acaban con la vida del hombre, delante de las ventanas de su casa y lo ojos de su hija. La sangre en el pavimento es, al mismo tiempo, el testigo y la prueba indiscutible de un nuevo acto de violencia en Medellín. Esa misma ciudad vio nacer hace 37 años a la realizadora Laura Mora, cuyo segundo largometraje –que viene de recorrer una gran cantidad de festivales de cine desde su estreno en Toronto y este jueves se lanzará comercialmente en nuestro país– es dueño del más rotundo y doloroso de los elementos autobiográficos: su padre fue ejecutado por sicarios en esas mismas calles que ahora la cámara registra con los modos de la ficción, pero un pie firmemente apoyado en la realidad.
“Matar a Jesús nace de las reflexiones que tuve luego del asesinato de mi padre, en el año 2002, aquí en Medellín”, afirma la voz de Laura Mora del otro lado, en comunicación con Páginai12. “En ese momento yo tenía 22 años. A pesar de la cercanía con la violencia (en Colombia creo que todos hemos sido atravesados por ella, directa o indirectamente), la verdad es que no pude escribir nada sobre mi papá durante mucho tiempo: era demasiado complejo y doloroso. La comunidad académica, los amigos de mi padre, me decían que lo hiciera, que publicara un artículo, pero lo cierto es que no podía. De alguna manera, ese silencio mío se transformará en el silencio de la protagonista de la película. Dos años después del asesinato me fui a vivir a Australia y estando allí tuve un sueño. En él estaba sobre una especie de montaña mirando hacia la ciudad y un chico que se sienta al lado mío comienza a conversar. Finalmente, me dice ‘Yo me llamo Jesús y maté a su papá’. Serían las dos o tres de la mañana cuando desperté y comencé a escribir una descripción de ese personaje, unas cuarenta páginas de corrido. Es allí donde nace la historia y lo que hay de realidad en la película es el dolor, la falta de justicia y de legalidad: nunca supimos bien qué pasó con mi padre”.
En Matar a Jesús la imagen de Medellín vista desde la altura, en un lugar similar al que la directora describe a partir del sueño, se transforma en sitio de encuentro destacado entre Jesús y Paula, el victimario y la hija de la víctima, el primero de ellos absolutamente inconsciente de quién es en realidad esa jovencita algo retraída pero implacable a la hora de perseguir sus deseos. “A diferencia también de lo que ocurre en la película, yo no estaba al lado de mi padre cuando ocurrió el hecho y nunca conocí al sicario. Es ficción”, destaca Mora ante la posibilidad de la confusión, nunca lejana en la mente de algunos espectadores. “Otra aclaración: nunca sentí que el personaje del sueño tuviera algo místico o premonitorio. En lo que tiene que ver con los sueños tiendo a ser más freudiana que cualquier otra cosa y creo que fue mi inconsciente poniéndole un rostro y un nombre a aquel a quien nunca iba a poder conocer, a resumir en él un montón de cosas que me inquietan como ser humano y que tienen que ver con esta sociedad tan desigual, tan injusta, tan excluyente. Finalmente, aquello con lo que crecí y fui educada –no excluir, la idea de horizontalidad, del reconocimiento del otro– fue una obsesión en la educación que me dio mi padre y eso fue lo que me permitió indagar qué pasa cuando el enemigo puede ser humanizado, cuando es incómodamente parecido a uno mismo”.
–¿Cómo fue el paso de ese texto seminal a la escritura del guion del film?
–Ese texto y otros que vendrían después se llamaban “Conversaciones con Jesús” y fueron escritos sin ninguna pretensión de convertirlos en una película. Eran más bien algo catártico. Simplemente tenía esas conversaciones imaginarias con ese asesino, un chico de mi edad. Pero luego de un tiempo empecé a ver que había algo interesante, un relato fuerte que tenía que ver con cuestionar un poco el sistema en el que vivimos, pero a través de la intimidad. Comencé a estudiar cine poco antes de irme a Australia y allí conseguí entrar en la universidad. Sabía que había una película posible pero no me animaba y entonces dejé el guion a un lado. A veces me sentía culpable ante la posibilidad de exponerme a mí misma y a mi familia. Pero muchas otras veces quise “matar a Jesús”. En 2012 llamé a Alonso Torres, un gran guionista y gran amigo -a quien también le mataron a alguien cercano, un hermano- y le mandé los textos originales. El me devolvió el llamado y me dijo que ahí había una historia que valía la pena ser contada y finalmente me ayudó a separar la realidad de la ficción, a aconsejarme. Yo me oponía mucho a la idea de escribir el asesinato del padre, porque de alguna manera tenía que partir de algo que había oído. Pero sin eso no había película posible.
–Durante los últimos años se han realizado muchas películas latinoamericanas con temáticas ligadas a la violencia social y a la idea de venganza personal. Recientemente, por ejemplo, el film Cocote, del dominicano Nelson Carlo de Los Santos, tiene un punto de partida similar al de su película, aunque el camino que recorre es casi inverso.
–Me gusta muchísimo Cocote y soy amiga del director, además. Creo que ahí influyen un montón las historias de violencia, algo que, si bien termina siendo un lenguaje común en toda Latinoamérica (no es casualidad que sigamos teniendo el récord mundial de muertes violentas), las particularidades de cada país hacen que las historias sean diferentes. Sin lugar a duda, en Colombia tenemos una historia de sesenta años de venganza y aniquilación continua. Lo de los mensajes en el cine no es lo que me gusta, pero sí la idea de reflexionar y hacerse preguntas. Y aquí me ha pasado que mucha gente esperaba que el final de Matar a Jesús fuese el final de Cocote. Hace poco fui a ver la película con unos chicos y estaban indignados con el final (risas). Pero mi idea era precisamente acabar con el dispositivo de venganza.
–Otro elemento interesante en su film, aunque algo secundario, es el componente religioso que envuelve al personaje de Jesús.
–La historia transcurre en diciembre, algo que para mí era muy importante: Colombia es el segundo país más católico del mundo y, a su vez, el más violento, una terrible contradicción. La institucionalidad está tan caída que a lo único que estos chicos le temen es a ser juzgados después de la muerte. Entonces cometen toda esa gran cantidad de irresponsabilidades en contra del otro sabiendo que jamás serán juzgados aquí, sino que le pagarán luego a ese ser etéreo, que ellos reconocen como la máxima autoridad. Y eso a mí me parece terrible, porque ha construido parte de la tragedia, esa tenaz irresponsabilidad con el otro y con uno mismo que parte de ese relato religioso. Hay una escena en la cual Jesús llega con Paula a la casa de su familia y están ahí cantando una novena. Y eso lo hacen todas las familias colombianas, nueve días antes del nacimiento de Jesús. Finalmente, desde luego, está el hecho de que el personaje se llama Jesús. Y el título Matar a Jesús, que fue un costo comercial que nos estábamos jugando. Mucha gente no fue a ver la película por el título.
–Hay otra escena muy impactante, que funciona como elemento literal y al mismo tiempo metafórico respecto de la violencia inherente a la sociedad de Medellín: un grupo de chicos practica tiro con diferentes armas.
–Me gusta esa secuencia porque ocurren muchas cosas. Comienza con Paula sumergida en el río, con toda esa tensión sexual. Crecí en una generación muy azotada por la violencia. Fui adolescente en los años 90, en una ciudad heredada por el famoso Cartel de Medellín, una sociedad donde había chicos armados desde muy jóvenes. Cuando regresé a Colombia vi muchos cambios y pensé que eso también había cambiado. Pero cuando comencé nuevamente a habitar esos lugares me di cuenta de que la ciudad, en términos de comportamiento, no había variado mucho. Y los jóvenes seguían teniendo acceso a las armas de manera muy sencilla. Por un lado, me interesaba mostrar eso, ese juego tan cruel. Por el otro, por más raro que suene, esa es una de las escenas más autobiográficas de la película. En esos días, luego de la muerte de mi papá, salía mucho con chicos a parchar a los ríos y me tocó muchas veces ver pelados muy armados. Incluso me enseñaron a disparar. Quería incluir una escena alrededor de esa idea y mostrar cuán expuesta está ella, en ese mundo tan masculino.
–Allí también aparece la estructura machista, fuertemente pautada por códigos y comportamientos.
–Súper machista. Crecí rodeada de hombres, soy la única hija mujer. Pero los hombres de mi familia son maravillosos, progresistas, abiertos, cero machistas, y me han celebrado como mujer toda la vida. Y por mi personalidad, porque nunca fui la chica típica, por lo que me gustaba (el punk, ir a conciertos, fumar marihuana) estuve siempre rodeada de hombres. Y fue un golpe fuerte el darme cuenta de que no todos los hombres iban a ser como los de mi familia.
–¿Fue difícil hallar a los protagonistas de la película, ambos sin experiencia actoral previa?
–Tenía claro que no quería trabajar con actores profesionales, sino construir a los personajes a partir de las vivencias y experiencias propias, de cierta honestidad opuesta a la construcción desde cero a nivel actoral. Había un tema fundamental, que era el de las edades: la juventud narra una parte importante de la tragedia en esta historia. Y que además fueran de Medellín: el lenguaje también era importante, un lenguaje donde hay mucha violencia, un uso callejero y joven. En Colombia hay una larga tradición a la hora de trabajar con actores no profesionales y así fue como hice todos mis cortometrajes. Películas como Rodrigo D: No futuro, de Víctor Gaviria, me han influenciado mucho. Fue un casting largo en el cual recorrimos la ciudad yendo a los lugares donde creíamos que podíamos encontrar a estos chicos. El personaje de Paula era más bien de la universidad pública, de ciertos parques y conciertos, de ciertos eventos culturales, mientras que Jesús era más del centro de la ciudad, de determinados barrios y del contacto con las motos. Casualmente, a los dos los hallamos un día en el que no estábamos haciendo casting. A Natasha Jaramillo la vi en el Museo de Arte Moderno. Yo había ido a ver un documental de Luis Ospina y ella estaba ahí; me recordó mucho a mí misma. La estuve mirando durante toda la película y en un momento se fue y la perdí. Fui repetidamente al museo, pero no volví a encontrarla. Hasta que un día iba muy relajada con mi novio por el centro de Medellín y ella pasó en bicicleta. Corrí hasta alcanzarla y le dije que hacía dos meses que la estaba buscando. Fue difícil lograr que aceptara, pero finalmente lo logré. A Giovanny Rodríguez lo vio una de mis asistentes tomando una cerveza y también se asustó mucho cuando le propuse actuar en la película. Acababa de salir de la cárcel y tenía miedo de que fuéramos de la policía secreta o algo así. Giovanny dijo una frase cuando fue a la primera entrevista: “Hay veces en las que me siento muy cansado de la vida”. Y esa es una idea que siempre estuvo en el guion, la de alguien joven que ya ha vivido todas las vidas. Fueron dos meses de ensayos antes de comenzar a rodar. Les conté la historia como si fuese un cuento y ellos la llenaban de vida. La película fue finalmente filmada en orden cronológico, algo difícil en términos de producción pero que fue esencial para lograr las emociones que deseábamos.
–Las noticias que llegan a la Argentina y al mundo respecto de Medellín afirman que los niveles de violencia cotidiana han bajado considerablemente. Más allá de los números oficiales, ¿siente que esto es efectivamente así?
–Los números han bajado, es cierto. Pero la gente relaciona siempre la violencia de Medellín con la era de Escobar, durante los 80 y comienzos de los 90. Mi película no es de esa época. Concretamente, el asesinato de mi papá fue en el año 2002; es decir, no estuvo ligado al fenómeno del Cartel de Medellín, al menos no de manera directa. Hubo una serie de fenómenos sociales muy interesantes a partir de 2005, gracias a una alcaldía muy transformadora de la ciudad. Los niveles de violencia bajaron, sin embargo, seguimos siendo una ciudad increíblemente violenta. Y muy contradictoria, porque tiene una inversión social muy importante, muy alta, con cambios en la educación y el urbanismo que han afectado muy positivamente a la ciudad. Pero ese fenómeno de ferocidad nos penetró de una manera tan profunda que seguimos siendo muy violentos. Si mal no recuerdo, el año pasado hubo unos 350, 400 asesinatos de jóvenes, una cifra nada menor. Medellín es una ciudad en la cual la institucionalidad no es respetada, donde hay otros tipos de violencia como la extorsión o la exclusión permanente, por no pertenecer a un estrato social. Creo que esa también es una forma de violencia terrible. Habitamos la ciudad de una manera muy violenta, no miramos al otro. Creo que esa violencia está ligada a la idiosincrasia colombiana en general, pero es muy particular en el caso Medellín.