Entre Jerusalén –la capital que anhelan– y Ramallah –la que de momento tienen– hay tan solo veinte kilómetros de distancia. El camino entre ambas ciudades es corto y está lleno de aldeas. En una de ellas, Al Ram, se encuentra un lugar emblemático para la cultura de Palestina: el Faisal Al-Husseini. En ese estadio de fútbol, su selección jugó el primer partido internacional en casa reconocido por la FIFA (un inolvidable empate con su vecino Jordania en 2008) y también una instancia eliminatoria para el Mundial de Brasil ‘14, ante Afganistán. Ambos partidos fueron vividos con euforia y masividad. Fue un triunfo que no necesitó esperar lo que los resultados dijeran.
La cancha está en Cirjordania, el más grande de los dos territorios palestinos, en ese oeste pedregoso al que lo encerró el Estado de Israel. El otro, desconectado territorialmente de aquél, es Gaza, la franja entre la península egipcia de Sinaí y el Mar Mediterráneo, al sur. Un país partido en dos, bañado en sangre por los conflictos bélicos con Israel y sin el reconocimiento de la comunidad internacional, pero que lo mismo vibra el fútbol que los populismos sudamericanos, las dictaduras africanas o las monarquías nórdicas. ¿Los motivos? Muchos, pero sobre todo porque zurce identidad en una zona de espejos rotos.
Los palestinos bien lo saben. Y los que no, pueden aproximarse a la idea a través de la película argentina ¡Yallah! ¡Yallah!, que va por su tercera semana en la cartelera diaria del cine Gaumont, luego de recorrer varios festivales. Esta obra de Cristian Pirovano y Fernando Romanazzo fue cocida en el territorio y, bajo el formato de documental, reconstruye el tejido del fútbol-cultura en esa zona caliente a través de un relato polifónico pero imbricado en un mismo eje.
En los 75 minutos de la película se entreveran las historias de un jugador amateur, otro profesional, el entrenador de la selección, una importante dirigente de la federación nacional y hasta el líder de una hinchada. También aparece un chileno naturalizado para jugar en el equipo nacional (lo que en 2016 ya había hecho el correntino Carlos Salom). En Palestina cada cual se arrima al ritual de fútbol como mejor le sale –y así lo explican en el documental–, aunque a todos aparea el mismo límite: el sometimiento de los sucesivos gobiernos de derecha de Israel que embate, aísla y sojuzga a todo aquello que provenga de su cercano vecino pero milenario enemigo.
El teatro de todos los sueños es el Faisal Al-Husseini, estadio de césped sintético donde se ve a la selección palestina jugando contra la jordana, y también a equipos de la liga local. Los hinchas utilizan cantitos para movilizar deseos de lucha y liberación que igualmente no se escuchan mucho más allá: gran parte del territorio cisjordano está bloqueado por los murallones que Israel ordenó construir hace una década para subrayar los límites. Por las dudas, además hay torres panópticas que controlan el flujo migratorio y unos pasos aduaneros exageradamente exigentes.
En ¡Yallah! ¡Yallah! es justamente un futbolista palestino el que funge como ejemplo de inhumana ridiculez: nació en Gaza y se mudó a Jerusalén para jugar en la selección palestina, aunque desde entonces no volvió a ver a sus padres porque el gobierno israelí les impide a ambas partes desplazarse para reencontrarse.
El documental levanta distintas historias sobre una misma escenografía: la Palestina de calles y caras secas, la arenisca tiznando lentamente paredes de años, murallas stencileadas con literales arabescos, hombres locuaces y expresivos, mujeres observando escondidas detrás de las burkas y militares ordenándolo todo a punta de fusil. En algún momento vuelan balas y piedras, pero cuando el humo de la tierra baja, retornan esos breves recreos de calma y entonces vuelve a rodar el fútbol. La nobleza de la pelota, a pesar de que muchos la desprecien, es mucho más importante de lo que puedan sugerir los ascetas de la cultura popular.
La Selección Argentina iba a disputar su último amistoso antes del Mundial en Jerusalén, donde la FIFA sólo autoriza jugar a Israel. Los palestinos tomaron este gesto como una legitimación de la sangrienta ocupación que su vecino despliega sobre tierra sagrada. “Nosotros vamos a jugar al fútbol, no a hacer política”, aclaró la AFA después de hacer el convite, lubricado con una sorprende cifra millonaria. Naturalmente nadie le creyó y, a su caótica preparación para Rusia 2018, ahora le sumó el papelón de tener que suspender un partido que, al igual que el fútbol, no era en lo más mínimo inocente ni despojado de entreveros políticos.