Sumergidos como estamos en la locura de las clasificaciones y tranquilos como nos deja ser clasificados por el mundo, casi nos resulta imposible pensar que en el medio de los sistemas que nos ordenan, los lenguajes que nos explican y los museos que nos revelan nuestra identidad, acecha, sin hablar, la demencia.
Esta última novela de Diego Vecchio enfrenta la forma cultural más decisiva del siglo XXI y sus consecuencias: el museo. Hay algo muy borgeano en el modo en el que Vecchio encara el tema de los museos, que es su imposibilidad lógica. No hay museo ni hay serie de asociaciones, que no aloje en un punto la falta de racionalidad. Pero si el museo es una forma cultural fundamental es porque el universo digital, la consagró y la tomo como el modelo perfecto del pensamiento de nuestro siglo: el efecto enloquecedor provocado por el archivo, los archivos de archivos, y sus consecuencias acumulativas.
Para poner esta cuestión bajo la lupa, Vecchio se mete con uno de las instituciones más difícilmente explicables de los últimos siglos, que se delata hasta en el oxímoron de su nombre: el Museo de Historia Natural. La novela sigue la vida de un personaje conjetural, Zacharias Spears, que se enfrenta al desarrollo de este museo en Estados Unidos, que como todos los museos de ese tipo, tiene zonas muy oscuras y muy inexplicables. Por ejemplo, nunca entenderemos la relación que hace que un museo de historia natural contenga las culturas indígenas, ni que hacen las momias en esos espacios, ni la relación entre preservación y aniquilamiento que suponen los dioramas, etcétera. de más está decir que "la extinción de las especies" nos pone en escena esas contradicciones y aún más, nos orienta (siguiendo una ironía totalmente foucaultiana) en el sentido de hasta qué punto no está allí agazapada la justificación "científica" y "académica" de todos los regímenes autoritarios de este siglo y del siglo pasado.
Entre el intercambio científico de meteoritos por momias entre los museos, en la organización de lugar para el velociráptor, separado y yuxtapuesto a "unos" hijos de Moctezuma embalsamados, el autor pone una mirada severa pero ácida sobre la fascinación contemporánea por la mirada que arma series incongruentes de cosas, y define el museo: "Carnicerías de mundos desvastados, los museos exhiben, en lugar de carne colgada, recortada y nombrada con prolijidad, huesos y pellejos suspendidos en el espacio y el tiempo."
Hay una frontera entre "naturaleza", "pueblos primitivos", "arte" "cosa digna de ser preservada", que es tan frágil que no se sabe si el museógrafo es un clasificador del universo o un delincuente común. Es que quizás el gran descubrimiento al que nos enfrenta esta novela es que entre todos los museos y todas las clasificaciones que hacemos como parte de nuestro ordenamiento del saber, en realidad lo que hacemos es establecer la serie de nuestra ignorancia, nuestras oscuridades vergonzantes. Ese espacio que parece tan luminoso, es en realidad el reservorio de lo más temible de nosotros: las cosas que le van a decir al futuro de lo que se trató nuestra cultura.
La prosa de Diego Vecchio tiene un rasgo que es muy necesario para enfrentar la pregunta sobre hasta dónde será posible que lleguemos con el delirio clasificatorio y que al mismo tiempo, es casi una rareza en la literatura argentina del presente: escribe con toda la lengua. Se trata de una narración que no quiere remedar la lengua oral ni la lengua "común"… Muy por el contrario, quiere llegar aún hasta las zonas recónditas del lenguaje como si toda la lengua que hablamos y que leemos fuera, ella misma, un museo del que Vecchio conoce hasta sus rincones más oscuros, sus vitrinas ocultas, sus ejemplares vetustos y olvidados sobre las que puede echar una luz nueva y asombrosa.