Por una de esas casualidades, la cartelera porteña presenta a partir de hoy dos películas que tienen bastante en común. En la colombiana Matar a Jesús, la hija de un hombre asesinado va detrás del sicario que lo mató con la intención de cobrarse venganza, pero en lugar de eso traba una relación menos terminal que la que se había propuesto. En la argentina El motoarrebatador, presentada el mes pasado en la Quincena de Realizadores de Cannes, un motochorro, movido por el arrepentimiento, se vincula con una víctima. El motoarrebatador es la primera película en solitario del realizador tucumano Agustín Toscano, que había codirigido junto a Ezequiel Radutzky Los dueños, con la que ganó un premio en la edición 2013 de Cannes. Matar a Jesús y El motoarrebatador plantean algo semejante: cuando los enemigos dejan de lado su rol pueden dejar de serlo. Al menos hasta el momento en que vuelven a asumir su rol.
En una salidera, Miguel (Sergio Prina) arrebata la cartera de una mujer, que sorpresivamente se resiste y no la suelta. Como la moto que maneja el hermano de Miguel sale disparada, la mujer queda colgando, arrastrándose a lo largo de casi media cuadra. Enseguida Miguel inicia una búsqueda, encontrando a la mujer internada en un hospital, con un traumatismo grave y una notoria amnesia. Temporariamente sin lugar fijo para vivir (viene de separarse de su mujer), Miguel intentará aprovechar la circunstancia, haciéndose pasar por un viejo conocido e inquilino de Elena (Liliana Juárez). El tema de la intrusión en un domicilio ajeno constituía el eje de Los dueños, donde un matrimonio de caseros aprovechaba la ausencia de los dueños de casa para ocuparla. Allí aparecía, soterrado, el odio de clase. Aquí se trata más bien de una guerra –también asordinada– entre pobres, con diferencias entre ambos mucho más atenuadas.
Como en Un gallo para Esculapio, Toscano recurre a la figura del hermano “malo” para hacer de Miguel, por contraposición, el “bueno”. Miguel se comporta como un buen padre, cumpliendo con la responsabilidad de tener a su hijo dos días por semana, atendiéndolo con cuidado y, sobre todo, con visible cariño. Es muy difícil imaginar a su hermano (León Zelarrayán) conduciéndose de modo semejante. Más bien al contrario: el único momento en que se lo ve junto al sobrino es para amenazar por elevación al padre de éste. Miguel está no sólo arrepentido de haber lastimado a Elena, sino de seguir “laburando” de lo que labura. La tensión crece entre ambos, y es obvio que en algún momento va a explotar.
Pero el vínculo central de El motoarrebatador es el que se establece entre víctima y victimario. Se trata de una relación doble, de ambos lados. Miguel se comporta como oportunista y como samaritano, atendiendo a Elena primero en el hospital y después en su casa. Habituado al choreo, no puede dejar de hacerlo, como cuando le da de comer a la paciente un puré de zapallo con pollo, rapiñándole el pollo. Elena empieza sospechando de su presunto viejo amigo, reaccionando en ocasiones con violencia. Pero una vez que toma confianza dará incluso la sensación de que le tira los perros, aunque bien podría tratarse de una necesidad de calidez de su parte. Al inscribir la historia en un marco de saqueos, Toscano la reinscribe en un plano político y social, cuando hace que Miguel, su hermano y sus amigos participen de la vandalización de un súper. Nuevamente pobres contra pobres, pero ahora en plan macro y de acción física.
Lejos del caos, el frenesí y la violencia propios de esta clase de episodios, la escena está filmada de modo tal (a distancia y en un ralenti muy ralentizado) que los saqueadores parecen casi inmóviles a las puertas del súper. A la película entera le cuesta transmitir la violencia. La elección de Sergio Prina para el papel de Miguel es clave en esto. Prina está muy bien en lo suyo. El problema es que lo suyo parece más propio de un buen y algo lento muchacho de clase media baja que de un motochorro. Que no puede no ser adrenalínico, porque vive del arrebato. En muchos momentos (en Matar a Jesús pasa algo parecido) da la sensación de que el realizador está más pendiente de inclinar la cámara para transmitir inestabilidad, de un modo obvio y subrayado. O de elegir una paleta de colores saturados para la fotografía. Otra vez: está muy bien, en sentido técnico, la fotografía de El motoarrebatador. La cuestión es que no siempre lo que está técnicamente bien lo está dramáticamente. Y El motoarrebatador es una película que luce muy bien (la música de Maxi Prietto, de Los Espíritus, colabora con ello), pero en términos dramáticos no da la sensación de comunicar, emocional y físicamente, lo que se supone que debería.