¿Por qué los hombres matan a las mujeres? En la inmensa mayoría de los casos, porque no hacen lo que ellos quieren o porque no pueden poseerlas completamente. Por decir un número: en la provincia de Buenos Aires, donde reside el 39 por ciento de la población de nuestro país, los femicidas fueron ex parejas en el 75 por ciento de los casos. ¿Por qué será? ¿Por qué será que se desata la violencia homicida cuando ellos se convierten en ex? ¿Será porque sienten que ellas salieron de su control? ¿Y cómo se genera esta idea loca de que se puede poseer a una mujer? Son siglos de trabajo abnegado de un sistema de opresión llamado patriarcado –literalmente, “gobierno de los padres”– que se reproduce a sí mismo por la seducción o por la fuerza. Las brujas quemadas al fin de la edad media, las amas de casa sostenidas adentro de sus hogares inmaculados a fuerza de antidepresivos, las que todavía son lapidadas hasta la muerte en Medio Oriente por el atrevimiento de gozar del sexo por fuera del matrimonio; el hecho de que a todas nos vean “solas” cuando no hay un hombre al lado –y no importa si la que está al lado es tu pareja o tu compañera sexual–, la idea instalada del instinto materno –animalitas del señor, ellas quieren reproducirse a toda costa–, la figura de la media naranja, el amor de tu vida, las reinas del hogar, o peor, el corazón del hogar. Los cuentos maravillosos que todavía se estudian en las escuelas primarias y que siempre terminan en matrimonio –frente a la envidia de la fea de la madrastra–, las telenovelas, los boleros, el trap, las revistas llamadas femeninas, las publicidades que insisten en la felicidad de dejar la casa libre de gérmenes, la idea cristalizada que las “peleas” se solucionan en la cama, que los varones tienen “necesidades” sexuales y en cambio las mujeres están enfermas cuando les gusta disfrutar del sexo. La lista es infinita y si tuviera que describirla en tres palabras diría: es una máquina de violencia. La reproducción de un modelo de familia, de los roles de género que es necesario cumplir para poder salir en la foto, la frustración de no poder cumplir con el objetivo, el encierro que produce el contrato de fidelidad superpuesto al juramento de amarse para toda la vida; todo eso es violencia y esa violencia, en la mayor parte de los casos –casi el 70 por ciento del registro de episodios de violencia “doméstica” en la Ciudad de Buenos Aires tiene como víctima a una mujer– las que lo sufren se reconocen en femenino. Sobre el porcentaje remanente, la mayoría son niños y niñas. La pareja, más especialmente la pareja heterosexual, tal como la conocemos, es una máquina de violencia. Las mujeres y las niñas corren más peligro dentro de sus casas que fuera de ellas, saberlo lastima, enfrenta al más siniestro de los terrores que es que vuelve ajeno lo que se supone cotidiano, filoso lo que nos presentan como blando, helado lo que debería ser abrigo. Pueden enfurecerse, sacar ejemplos particulares de felicidad conyugal, creer que el amor todo lo cura pero lo cierto es que una estructura que está pensada y alimentada desde prácticamente todos los discursos sociales y culturales para sostener el gobierno de los padres y para articular un régimen de control sobre las generaciones que desde ese encierro se aventuran al mundo. Cuando las ex hijas de genocidas desprecian la filiación de sangre y contra todo contrato de confidencialidad –que también se da en las familias, aquello de los trapos sucios que se lavan en casa– hablan de lo que lo que no toleran más y se desasocian de una complicidad que les habían impuesto señalan de qué se trata la familia y la pareja como lugar de fundación de la familia: un lugar de encierro donde la fantasía de los buenos vecinos que riegan el jardín delantero se desarma. La crueldad se alimenta del encierro, por eso los campos de concentración donde la crueldad podía ejercerse porque después saldrían con la camisa limpia y la raya del pantalón bien planchada. Esas hijas son subversivas, mal que les pese a los que fueron sus padres. Subversivas de un orden que antecede a la dictadura y que la sucede, aun cuando en ese periodo de terror extremo que se hayan sujetado más fuerte las sogas de los lazos familiares para dejar afuera a las que no sabían ejercer el control que debían: “¿Usted sabe dónde está su hijo ahora?” Igual de subversivas son las madres que denuncian a los progenitores de sus hijos o hijas por abuso sexual, o las niñas y niños mismos cuando pueden hablar, apuntan al corazón del gobierno de los padres exhiben cómo la opacidad de las paredes de un hogar y los atributos de un mandato pueden traducirse en crueldad. Entonces, ¡silencio! Apunten contra las que hablan y salven a quienes perpetran. Así actúa la Justicia patriarcal, así se defienden a diario los que se sienten amenazados por la revolución feminista que lo cuestiona todo, que lo quiere cambiar todo y que no va contra el deseo heterosexual si no contra un modelo de pareja, de amor, de familia; obligatorio y violento que, mal que les pese a muchos y a muchas, es un riesgo para la vida, sobre todo de las mujeres.
Desobediencias
Máquinas de violencia
Este artículo fue publicado originalmente el día 8 de junio de 2018