El viejo Cubero tiene más historias que pelos en su cabeza, y hay una que guarda celosamente, casi que la amarretea. No quiere desembuchar así porque sí. “Es como que cada vez que la cuento, se deforma un poco más”, se disculpa. Cubero tuvo la mala fortuna de atender el teléfono un domingo, pero gambeteó la pregunta que le salió al paso. “Llamame otro día, si querés”, había sido la excusa inicial. Al parecer, cuando su memoria evoca esos recuerdos, se le modifica el documento original. Pero no se preocupe, maestro, cualquier inexactitud está disculpada. Jorge Luis Borges hizo un arte en eso de entrelazar la inasible realidad con la fantasía. Bueno, lo que puedo decir es que yo vi a Kimberley jugar un Mundial. Eso no me lo va a quitar nadie; y yo soy uno de los protagonistas de esa historia”, se enorgullece.
Este abuelo marplatense se encargó en 1978 de conseguir el juego de camisetas que debió utilizar Francia en el triunfo ante Hungría. Los galos habían olvidado sus casacas titulares en Buenos Aires y por eso salieron a la cancha vestidos con el verde y blanco del equipo que supo jugar en Primera División y hoy trajina en el Federal B. Así, en la primera de las tres Copa del Mundo que disputó en su carrera, Michel Platini, el diez de galera y bastón, se puso aquella tarde la camiseta número 15 del Dragón.
Hace casi exactamente 40 años, el sábado 10 de junio de 1978, Carlos Alberto Cubero estaba sentado en una de las plateas del estadio José María Minella presto a ver el choque entre Francia y Hungría. No jugaban por nada. Los dos equipos ya habían sido barridos del Mundial en el grupo que compartían con Argentina e Italia. El partido no arrancaba. Y nadie sabía bien qué pasaba. Cubero divisó a un hombre conocido, que desde allá abajo le pegaba unos alocados gritos, acompasados con ademanes “¡Vení, Cubero, que te necesitamo’. Los francese’ revolvieron todos los bolso’ y se olvidaron las camiseta azule’!”. El panorama era irremediable. Los franceses querían jugar de blanco. Y los búlgaros, para variar, también. Así la cosa no iba. Y el árbitro, el brasileño Arnaldo Coelho, ya amenazaba con declarar ganador a Hungría por semejante desatino francés. A cuatro décadas del hecho y del otro lado del Atlántico, el futbolista francés Jean Petit le confirma a Enganche la veracidad del episodio. “Tanto Hungría como nosotros teníamos las camisetas blancas. Yo jugué de 8 en aquel partido”, escribe el ex futbolista de Mónaco vía correo electrónico. Le causa sorpresa el motivo de la consulta, pero responde con gentileza. Eso sí, prefiere no hablar de las circunstancias políticas de nuestro país en aquel tiempo.
El problema se originó por un mal entendido de la delegación de Francia. La FIFA había comunicado en febrero que los franceses debían vestir camisetas blancas. Pero luego, a principios de mayo, desde Zúrich cambió la requisitoria y les pidió a los galos usar su indumentaria tradicional. Así lo cuenta el periodista Vincent Duluc en su libro “Pequeñas y grandes historias de la Copa del Mundo”. Sin embargo, al jefe de la delegación, Henri Patrelle, se le mezclaron los papeles. Y no leyó el último comunicado. Francia llegó entonces a Mar del Plata sin ropa alternativa. El bolso con las casacas azuladas había quedado durmiendo en el Hindú Club, a 400 kilómetros de distancia. Ya no había margen de maniobra. Y el partido tenía que arrancar. Los húngaros ofrecieron sus remeras rojas a los franceses. Y la idea pareció encender rápido en los dos planteles. Pero el arquero de Hungría, Gujdar, ya estaba listo para salir a la cancha con un buzo rojo chillón, y no quiso cambiarse de uniforme. Así que los franceses debieron arreglárselas como pudieron”.
Dos dirigentes del fútbol marplatense, alertados por la situación, tomaron el toro por las astas. Mario del Rosso, miembro de la liga local, activó una gestión junto a Luis Nicolai, dirigente de Kimberley. “Che, tengo una idea… ¿Por qué no vas a buscar las camisetas al club?, Total, no queda lejos”, le dijo Del Rosso a Nicolai. Fue así que, a los cinco minutos, Nicolai ya estaba localizando a Cubero para salir en búsqueda de las camisetas: “Dale, Pocho, agarrá el tacho que tenemos que salir volando para el club”, dijo Nicolai. Cubero tenía un taxi, un Falcon del año 70, que lo hacía arrancar con una pinza y un rollo de alambre. El coche refunfuñó un poco, hasta que el motor se puso en marcha. De inmediato cargaron al utilero del club, Agustín Vallejo y agarraron la Avenida Independencia; hicieron veintipico de cuadras hasta que llegaron a Kimberley. “Tuvimos que romper un candado porque ni las llaves teníamos. Buscamos un juego de camisetas sin estrenar que estaba en el lavadero. Y volvimos rápido para la cancha”, recuerda Cubero. “Yo estaba en la confitería del club tomando un café, cuando entraron Cubero y el utilero Vallejo a pedir las camisetas”, rememora Héctor Nocelli, actual presidente del club y por entonces socio e integrante de la subcomisión de fiestas.
Mientras esperaban las camisetas de Kimberley, alguno sugirió ir a manguear la ropa a Boca de Mar del Plata, que estaba a dos cuadras de la cancha. Pero el club estaba cerrado. Otros pensaron comprar camisetas de Boca Juniors. Pero a la hora de la siesta no hay local que atienda. “Los partidos se jugaban a las dos de la tarde por el frío que hacía en Mar del Plata y para que los juegos llegaran en horario central en Europa”, aporta el periodista Juan Carlos Morales, quien relató para las radios Rivadavia y Belgrano los seis juegos que se disputaron en la ciudad balnearia.
La gente esperaba impaciente en las tribunas, hasta que los tres mosqueteros llegaron al estadio con el bolso de camisetas de Kimberley. El partido arrancó con 41 minutos de demora, reportó el matutino Clarín. “Eran 14 camisetas, pero no coincidían con los dorsales que ellos usaban. El tema es que en Argentina el 12 es para el arquero. Estaban numeradas del dos al once y del trece al dieciséis”, agrega Cubero. Algunos franceses tenían un número en el pantalón y otro en la camiseta. Claude Papi debía usar la 12, pero utilizó la 10. Lacombe era centrocampista ofensivo, pero se puso la 2, única casaca que quedaba por el talle. Y así siguió el despelote numérico.
Poco dejó el partido que Francia ganó 3 a 1. Lo mejor pasaría en los vestuarios. “Cuando fuimos a buscar las camisetas, los franceses no querían devolverlas, se la querían llevar de recuerdo, así que sólo recuperamos dos o tres”, dice Cubero. El utilero Vallejo logró que Francois Bracci le devolviera la “número 5”, que tuvo en su poder durante varias décadas. El presidente Nocelli, en cambio, cree que las camisetas volvieron al club, pero que se fueron perdiendo por el uso. Al día de hoy, los medios marplatenses se siguen preguntando qué fue de aquella indumentaria de Kimberley. Dónde están es un misterio.
Nada le había salido bien a Francia. Ni antes. Ni durante. Meses antes de viajar a la Argentina, el entrenador Michel Hidalgo había sufrido un intento de secuestro en España. “No quieren que vayamos al mundial”, se decía en voz baja en el seno del equipo. De hecho, el diario Le Monde Diplomatique había llamado a un boicot a la Copa. Y durante la competencia, como si no fuera suficiente, estalló una interna en el vestuario galo. Los jugadores exigieron mejores primas a la empresa que los vestía. Como no llegaron a un acuerdo, muchos de ellos arrancaron las tres tiras de los botines. Incluso, años después, Platini reconocería lo difícil que había sido jugar en el marco de una dictadura gobernante. “Ya terminó el Mundial, pero el terror permanece”, tituló Le Monde, en su edición de julio. Uno de los pocos medios internacionales que por entonces denunciaba el accionar de los militares argentino. Hablaba de desaparecidos, de las mal llamadas “locas de mayo” y del despilfarro de 700 millones de dólares del Ente Autárquico Mundial 78.
La historia de las camisetas habita en Mar del Plata en la cabeza de los memoriosos. Las fotos de aquel partido entre Francia y Hungría ahora están viralizadas. Los videos aparecen colgados en Internet. Mientras tanto, los vitalicios siguen contando este cuento que no fue puro cuento. Los coleccionistas y fanáticos han buscado contra viento y marea estos tesoros perdidos. Hasta que- finalmente- se supo que una de esas remeras estaba con vida, sana y salva: había caído en manos de un puestero de diarios. Carlos Stufano, alias “Manzanita”, conservó la número 5 de Francois Bracci en un cajón de su placard. “Como yo vivía prácticamente en el club, cuando tenía dieciocho años, Vallejo me hizo un regalo para mi colección”, dice Stufano, quien se cansó de espantar interesados en conquistar a esa bella remera. “Siempre dije que no estaba a la venta, pero hace un par de años, el presidente del club, Filo Nocelli, me contactó porque desde la AFA y la FIFA estaban buscando esa camiseta para llevarla a un museo”, agrega. Con todo el dolor del alma, Stufano la cedió. Eso sí, antes se sacó una foto, que envió para esta nota.
El museo de la FIFA en Zúrich exhibe desde hace años más de mil objetos, cuatro mil libros y más de 1400 fotos. En medio de esas reliquias, planchadita, planchadita, está la camiseta 5 de Kimberley. Su tela, gruesa y abrigada, su corte, prolijo y elegante, resistió el desgaste de los años, y los avatares de los insectos. Zafó de ser el almuerzo y la cena de las polillas marplatenses. A un costado, en la misma vitrina de la FIFA, descansan las casacas que el Tolo Gallego y el holandés Ruud Krol usaron en la final en el Monumental. Los hinchas del Dragón atesoran con orgullo aquel suceso, aunque también hay broncas dispersas. “Es increíble que los dirigentes del club no hayan tenido la chispa de guardar esas camisetas”, se lamenta Stufano. “En ese momento no se le dio mucha importancia; no se pensó que serían parte de la historia en los mundiales”, ensaya una disculpa Nocelli.
Otros franceses regresarían a Mar del Plata 23 años después, en ocasión del campeonato Sub 20 del 2001 que ganaría el combinado de José Néstor Pekerman. Los galos volverían también a tener problemas con las camisetas. Y, creer o reventar, otra vez el viejo Cubero -con la ayuda de su hijo- oficiaría de bombero voluntario: “Les tuve que dar una mano para que pudieran estampar los números dorsales. Pucha, estos franceses siempre con problemas”, sonríe. Y aporta otro dato: “Ah, agregá ahí que soy tío de Fabián Cubero”. De vacaciones en épocas mundialistas, Poroto le confirma a Enganche que, verdaderamente, existe un parentezco entre ellos dos. En su casa, el viejo Cubero no tiene remeras del Kimberley del 78, ni del Vélez Sarsfield de su sobrino. Pero sí tiene un llavero, con letras doradas que brillan tanto o más que sus ojos. “Los franceses me lo regalaron en el 2001 por todo lo que yo hice por ellos”. Al cabo, ése es el tesoro que cuenta su vida.