Debajo de un ciruelo rebelde, que daba frutos en el verano, en el invierno, en los malos otoños y en las buenas primaveras, el Zeide Berish y yo dedicamos dos tardes y una mañana de julio de 1970 a edificar el monumento a Clodoaldo. Ninguno le exigió al otro que eso fuera un secreto, pero, a la vez, ninguno dejó de intuir durante un segundo que eso que estábamos haciendo componía un universo que nos pertenecía sólo a los dos. Lo habíamos resuelto también debajo del ciruelo rebelde, apenas le conté al Zeide Berish todas las noticias que tenía sobre Clodoaldo. Le expliqué que era un mediocampista maravilloso, tres octavos jugador y cinco octavos pleno artista; le informé que acababa de salir campeón mundial con una selección de Brasil que escribía poesía con las plantas de los pies; y le detallé que en la final que su equipo le supo ganar a Italia por 4 a 1, él había jugado con el alma a pesar de que se había equivocado una vez, una sola, y ese error dejó abierta la ruta para el gol rival. El Zeide Berish me entregó la generosidad completa de sus oídos de más de ocho décadas y evaluó enseguida que el dato verdaderamente decisivo era el último: si Clodoaldo era un hombre que había errado y no se había rendido, merecía un monumento.
El Zeide Berish, uno de mis abuelos, había nacido en mil ochocientos nadie sabe cuánto, en Orgeyev, un punto de Rumania, de Besarabia, de Rusia o de ninguna parte, según los avatares de las fronteras europeo orientales de los siglos diecinueve y veinte. Había conocido el desamparo de las migraciones, los abismos de la guerra, la soledad de las madrugadas del campo argentino, la fe en su oficio de maestro judío, los malhumores del algodón cuando se lo cultiva sin sapiencia, los misterios de leer la Biblia para encontrar preguntas y no respuestas, el dominio de prolongar vidas sorbiendo el veneno que las víboras del Chaco metían en el cuerpo de los otros, los pormenores de la gramática de once idiomas, la sensación de no andar pobre más allá de que podría haber usado sacos sin bolsillos, el deslumbramiento de ser padre y la inmensidad de hacerse abuelo. En algún tramo de ese recorrido, además había aprendido a respetar a los ciruelos rebeldes. Creo, ahora que lo evoco a la distancia, que de lo único que el Zeide Berish no entendía era de fútbol y de monumentos.
No le hizo falta entender. Como si fuera un socio del Zeide Berish y mío, el ciruelo rebelde nos abasteció de cada una de las materias primas básicas: hojas en decadencia que mezclaban algo parecido al verde y al amarillo hasta concederle color a la camiseta de Brasil, ramas venidas al suelo que –finas, extensas y bastante elásticas- funcionaban bien para modelar el cuerpo elegante y flaco de Clodoaldo, ciruelitas que se habían desprendido antes de ser definitivamente ciruelas y servían perfecto para representar a una pelota. Ni los años de cosechero de algodón ni el peso de todos los libros que acariciaba como a hermanos habían gastado la motricidad de los dedos delgados del Zeide Berish, así que no le costó mucho erigir, con la sola colaboración de mi fervoroso aliento, el monumento a Clodoaldo.
Otra de las cuestiones que ambos siempre supimos y jamás nos confesamos era que el monumento pudo empezarse y terminarse en un rato. Si requerimos de dos tardes y de una mañana enteras de obra fue porque, metódico, perseverante, docente y abuelo, el Zeide Berish consideró que ese Clodoaldo que ingresó de golpe en su larga nómina de seres valiosos le había otorgado la posibilidad de regalarme algo.
Ocurrió sin solemnidades, entre detalle y detalle de la preparación del monumento, mientras los más de setenta años que nos separaban no impedían que nos envolvieran las fascinaciones que absorben a la gente cuando es más gente, o sea cuando juega. Tengo acá ese momento: en la vista de lo que ya no está a la vista y en la memoria que no se rompe. Lo tengo acá, al Zeide Berish, que dobló una ramita resistente, tan rebelde como el ciruelo que nos la había provisto, que forzó y forzó hasta demostrar que no había potencia que la quebrara, que luego movió sus labios de once idiomas, que me habló como un compañero de existencia y no desde un púlpito de autoridad. Que me agarró después, despacito, de la mano y me dijo que, igual que Clodoaldo, todas las personas se equivocan y eso no es especialmente malo. Que lo malo es rendirse.
Lo malo es rendirse: en eso consistía su regalo.
Ni siquiera muchos lustros más tarde sería leal que yo revelara todos los tropezones de su pasado que el Zeide Berish me susurró mientras el monumento a Clodoaldo comenzaba a embellecer a un planeta surtido por excesivas fealdades. Seguro que algunos de esos tropezones eran ciertos: se había quedado con ganas de activar revoluciones, de intentar novelas, de descubrir personas, de disculparse con alguien, de vencer los malhumores del algodón, de salvar vidas que no logró salvar. Quizás otros actuaban como inventos eficientes: presumía que adjudicarse fallas que nunca había cometido permitiría, en el porvenir que fuera, que yo fallara respaldado en que la historia estaba repleta de nobles individuos que también habían fallado y fallado.
Los vientos más leves o más tenaces, las escobas con pretensión de limpieza y los ciclos inagotables de los ciruelos rebeldes provocaron que el monumento a Clodoaldo se fuera desarmando. Ya no permanecían ni rastros de nuestra labor para cuando, en junio de 1971, el Zeide Berish se murió de viejo.
Sabrán argumentarlo los botánicos, los fruteros o los psicólogos: un tiempo después, el que se murió, quizás también de viejo o acaso con nostalgias del Zeide Berish, fue el ciruelo rebelde.
Clodoaldo brilló durante unas cuantas temporadas más, invariablemente fiel a la dimensión artística de su juego, aunque, de tanto en tanto, esa fidelidad lo empujara rumbo hacia alguna macana. No se rindió pese a que a muchos como a él y a él les tocara surcar las canchas en una edad humana, en la que, en bastante más que el fútbol, se fue poniendo de moda hacer bosta a los que erran por ser coherentes, a los que se animan a ir contra ciertas tendencias de época y a favor de ciertas ideas. Ni los vientos más leves o más tenaces ni las escobas con pretensión de limpieza consiguen arrasar con todo. Cada vez que un heredero de Clodoaldo la pifia pero se supera e insiste, cada vez que los que juegan a juegos que no son el fútbol patinan pero aprenden y vuelven a erguirse, me acuerdo del Zeide Berish y del monumento más hermoso que tuve cerca.
Debe ser por eso mismo o para fugar de los claroscuros de la economía o del amor que en no pocas de mis noches adultas preferí el desvelo al sueño para fabular un encuentro entre el Zeide Berish y Clodoaldo. Qué belleza: se abrazaban en las proximidades de un estadio o de un campo de algodones, le salvaban la vida juntos a un pibito de hace un siglo picado por una víbora en el Chaco y se prometían que el futuro llegaría con un fútbol y con un mundo mejores. Una madrugada, inclusive, me encandilé en el instante en el que Clodoaldo se topaba, asombrado y feliz, con ese monumento que le destinamos y retribuía nuestro homenaje repitiendo sólo para nosotros su error en aquella final del Mundial.
Hay regalos que son para siempre: Clodoaldo se reía, el Zeide Berish lo felicitaba en once idiomas mientras me miraba y el ciruelo rebelde, como los hombres que no se rinden, estaba eternamente de pie.