La realizadora colombiana Laura Mora puso una distancia de años con el hecho que marcó su vida, hasta que un sueño la impulsó a convertirlo en relato. Tratándose del asesinato de su padre a manos de un desconocido, esa distancia se entiende. Y también se entiende la distancia emocional que se advierte en la película. Aunque los episodios que narra Matar a Jesús son tan febriles, tan violentos (de modo explícito o no), tan atávicos como el propio país que les da lugar. Sobre todo la ciudad de Medellín, de donde Mora es oriunda y donde la acción transcurre, se supone que a comienzos de este siglo (aunque la película no lo explicita). Medellín, renombrada antes que nada por el cartel que llevó su nombre, que comandó el mismísimo Pablo Escobar y se disolvió al momento de su muerte. Presentada a lo largo de 2017 en buena cantidad de festivales –entre ellos los de Toronto y San Sebastián–, el proceso de producción de Matar a Jesús debe haber representado para Laura Mora una forma de expiación. Si es que puede expiarse un hecho tan fuera de proporción como el que la realizadora vivió. Para el espectador, sin embargo (al menos para este espectador que escribe), Matar a Jesús, bella y climática como es, puede resultar una experiencia menos intensa que lo deseable, producto de ese distanciamiento, que parecería poner prolijidad y paños fríos allí donde la historia reclama lo contrario. Después de presenciar el asesinato de su padre, Lita, estudiante de artes (Natasha Jaramillo) va en busca de Jesús, el sicario que lo ejecutó (Giovanny Rodríguez), con la intención de consumar lo que el título indica. Para ello deberá ganarse su confianza y para ganársela tendrá que ingresar en su mundo, hecho de pesadas borracheras, juegos con armas, largas noches y “encargos” con los que hay que cumplir. Podría tratarse de un thriller lleno de tensión, transpiración y aceleración, e incluso de esa variante del cine de espías o de mafiosos que es “el thriller de infiltrado”, en el que todo es riesgo, paranoia y caminar sobre la cuerda floja. Mora rechaza todo esto, narrando Matar a Jesús con tiempos largos y laxos, con una perseguidora que no termina de decidirse y un perseguido que no sospecha.
El dispositivo visual elegido es la cámara en mano, en muchas escenas en movimiento y con la lente apuntando casi siempre sobre la protagonista. En términos estilísticos, las películas más conocidas de los hermanos Dardenne (Rosetta, El hijo, El niño). En ellas, la elección estilística resultaba orgánica con el conjunto de la puesta en escena, apuntando a generar una tensión, una sensación de inestabilidad, acordes con historias de persecución en las que el tiempo apremia. En el caso de Matar a Jesús, la forma y los hechos parecerían circular por carriles distintos. La cámara tiembla, pero el temblor de la protagonista no está a la vista. Dadas las circunstancias puede inferirse. Pero inferir es una operación mental, y el temblor que Matar a Jesús busca generar es, según todo lo indica, de orden físico y emocional.
Son lánguidos los encuentros entre Lita y Jesús. Bucólicos incluso, como el que tienen en ese mirador montañoso desde el cual la ciudad de Medellín se ofrece a la vista. Jesús tiene un estilo como de guapito fumado (de hecho fuma un montón, recordemos que la acción transcurre en Medellín), y Lita actitud de niña enfurruñada. Ambos son actores no profesionales. Reproduciendo seguramente su realidad cotidiana (salió de la cárcel poco antes de que la realizadora lo contactara), Rodríguez se mueve con comodidad, combinando jerga juvenil colombiana y un fraseo tan entrecerrado, que la película debería exhibirse con subtítulos al castellano. Y no es chiste. Sobre todo teniendo en cuenta que Jaramillo también abunda en “parchar”, “parcero”, “chimba” y “chimbaínas”, además de un montón de otros términos que quien escribe no logró entender. En tanto la capacidad actoral de Natasha Jaramillo es limitada, no deja entrever ante la cámara el espeso caldo que Lita lleva adentro, con el consiguiente sentimiento de falta para el espectador. Hasta que estalla.
Más allá de esa deficiencia, la puesta en escena de Matar a Jesús rechaza un sistema de clichés –el de Hollywood– para adoptar otro, al podría llamarse “academicismo de festival”. Prolijidad general, impecables rubros técnicos y algún alarde visual, como los seguimientos señalados (sobre todo uno en plano secuencia, que acompaña el ingreso de la protagonista a un universo ajeno, muy alla Scorsese), algún desenfoque y un lucido aprovechamiento de las luces de neón en las escenas nocturnas. El problema es que nada de eso condice con una historia en la que la heroína se ve obligada a ser parte de un universo desconocido y hostil, para resolver, por la sangre, una tragedia familiar.