Argentina tiene dos monumentos naturales que todo turista extranjero desea conocer: el Glaciar Perito Moreno y las Cataratas del Iguazú. Uno entraña las imbricadas arquitecturas de hielo que el frío patagónico es capaz de modelar en las alturas. Y el otro hace explotar el corazón de la selva misionera rajando la tierra con un cañadón de aguas tronando al vacío. Los dos son iguales en lo maravilloso y marcan un antes y un después en la sensibilidad de quien se impone ante ellos. Pero las cataratas gozan de una ventaja: están a 1300 kilómetros de Buenos Aires, menos de la mitad que los glaciares. Por ese motivo, Iguazú tiene al año más de un millón de visitas, casi el doble que el Perito Moreno.
La posibilidad de encararlas fácilmente desde Brasil (país que tiene el 20 por ciento de ellas) también arrima turistas desde el norte, generándole un doble flujo a este tesoro ecológico que da vida a cientos de especies animales y vegetales, además de ofrecer uno de los espectáculos más salvajes que la naturaleza puso a disposición de la humanidad en toda la historia.
Las Cataratas del Iguazú, como tantos otros sitios similares del planeta, están administradas por el Estado pero con concesión privada. Esto organiza y a la vez delimita: no se puede ir más allá de lo que indican los carteles y los senderos. Salvo, claro, que desees perderte en la selva para desgracia de tu familia y alegría de los jotes, buitres que sobrevuelan en bandadas cerca de San Martín, la misteriosa isla encerrada entre los saltos más importantes, esos que caen con estruendo en el banco inferior del Río Iguazú.
El recorrido habilitado propone un sendero peatonal inferior y otro superior (ambos de menos de 2 kilómetros y con balcones miradores sobre las caídas de agua), excursiones en bote bordeando los torrentes y el paso a la isla San Martín, en cuyos saltos secretos se internó desnuda alguna vez la Coca Sarli para India (1960), película hoy de culto.
Pero, contrariamente a lo que hacen los contingentes de turistas enlatados que siguen a guías multilingües, lo mejor debe dejarse para el final. Será el cartucho cúlmine de un largo día que merece quedar para siempre. El momento exacto es cuando la tarde empieza a retirarse, el sol cede y los balcones a metros del más furioso de los manantiales iguazuenses se despejan de sacafotos compulsivos. Ahí se revelará realmente aquello que le dará sentido al viaje, a pagar la entrada y a subir y bajar largas distancias a pie entreverándose en una geografía intensa, sofocante y alucinante.
Una obra que ningún renacentista pudo igualar. Cinco minutos ante ella y la guitarra de Angus Young parecerá un vulgar recurso de fiestas infantiles. Una herradura sideral vomitando kilómetros cúbicos de agua efervescente cada segundo, en cuya nuez imaginaria de ríos cayendo al vacío Argentina y Brasil trazaron uno de sus tantos límites internacionales. ¿Quién será el valiente gendarme que, en resguardo de la frontera, se anime a posarse encima de ella? O será tal vez la muestra de que dios existe, aunque sin mayúscula, y con un nombre para no alentar sospechas: la Garganta del Diablo.