El 2 de junio de 1968 se produjo un acontecimiento que luego tomó carácter histórico: tras un rodaje de más de dos años, realizado en la clandestinidad, Fernando “Pino” Solanas y el Grupo Cine Liberación estrenaban La hora de los hornos en la Mostra Internazionale del Cinema Nuovo en Pesaro (Italia). Este film-ensayo es un incuestionable símbolo cultural y político de la resistencia de una generación que se vio privada de su líder: Juan Domingo Perón. Dividida en capítulos y unida por el tema de la dependencia y la liberación, esta trilogía de cuatro horas y veinte minutos de duración reflexiona sobre la situación sociopolítica de la Argentina entre los años 1945 y 1968. La primera parte, Neocolonialismo y violencia, fue concebida para una difusión en todo tipo de circuitos. La dos partes siguientes, Acto para la liberación y Violencia y liberación, significaron un relato tan exhaustivo como valiente del peronismo y las resistencias obreras a las dictaduras que le sucedieron. La hora de los hornos, una de los obras más premiadas del cine argentino, fue prohibida por todas las dictaduras, lo que llevó a Solanas a diseñar en Argentina todo un circuito paralelo de exhibición, en sindicatos, clubes sociales y domicilios particulares, mientras fuera del país se difundía en más de setenta países, como un ejemplo del “Tercer Cine”, por fuera de Hollywood y el cine europeo de autor.
El Complejo Teatral de Buenos Aires y la Fundación Cinemateca Argentina organizaron junto a la Cinemateca y Archivo de la Imagen Nacional (Cinain), cuatro exhibiciones especiales de la versión completa de este notable film político, dirigido por Solanas, a cincuenta años de su estreno mundial. Las proyecciones de la versión integral del film –cuya primera parte fue restaurada recientemente por Cinain, gracias al Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa) y con el apoyo de Fundación Gótika– se llevarán a cabo hoy y mañana a las 14 y a las 19 en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (Corrientes 1530), con la presencia del director en las funciones de las 19 horas.
La hora de los hornos insumió tres años de trabajo. Solanas, Octavio Getino y un reducido equipo recorrieron más de 18 mil kilómetros del territorio argentino. Filmaron y grabaron 180 horas de reportajes. Indagaron en archivos gráficos, museos y cinematecas. Gran parte del largometraje se filmó en 16 mm. Luego, fue regrabado en Roma en 1968 en la Ager Film, la productora de los hermanos Taviani y de su colega italiano Valentino Orsini. También en el 68 se trajo a la Argentina el primer negativo 16mm y fue ampliado a 35mm en los históricos laboratorios Alex. Por aquel momento, comenzaron las primeras proyecciones clandestinas en casas, departamentos y barriadas populares. A pesar de las exhibiciones interrumpidas por la represión, las detenciones y el secuestro de la película, llegaron a circular más de cincuenta copias y se calcula que la vieron más de 300 mil personas en cinco años de proyecciones por fuera de los circuitos habituales. Tras el estreno en Pesaro, a días apenas del Mayo francés, el film fue exhibido en junio en Berlín y luego en el Festival de Cannes en mayo del año siguiente. Después, la historia la tomó de la mano.
Si bien el director de Los hijos de fierro había estudiado música, ya de adolescente estaba atento a los temas históricos, políticos y sociales. “Mi sensibilidad política me llevó a que mi primera película fuese este fresco histórico. Fui parte de una generación cuya adolescencia tuvo prohibida una imagen de Perón y de Evita”, cuenta Solanas en la entrevista con PáginaI12. “Venía engendrando la idea de hacer una película histórica y recolectando materiales. En esos años, nadie guardaba imágenes de noticieros y, entonces, te las regalaban”, recuerda.
–¿Cómo fue filmar en la clandestinidad?
–Yo tenía una productora de películas de publicidad. Había hecho como mil jingles. Te cantaba cualquier producto (risas). Ese fue mi aprendizaje como director de cine. Para La hora de los hornos se filmaba con un enorme cuidado. En general, vivíamos con un enorme cuidado y más para rodar. Cuando iba a filmar a alguien lo hacíamos en su casa o en un lugar que no fuera público. La película se fue gestando durante años. Yo quería hacer una historia del peronismo, que estaba re prohibido. El rodaje comenzó en el 65. Filmar clandestinamente era organizar sin que nadie se enterase de lo que estábamos haciendo, mentir sobre lo que hacíamos, pero ¿mentir a quién? ¿A la policía? No. Mentir a tus amigos, porque nadie deja de contar. Era tan excepcional decir que en plena dictadura estábamos haciendo algo contra la dictadura, que de buena fe llevaba a quien le contabas la necesidad de comentarlo. Entonces, no se podía contar nada. Fue una de las cosas más duras: era mi primera película y no tenía con quién debatir o discutir. Por supuesto que sí podía hacerlo con Octavio y con los dos o tres que nos acompañaban en el grupo.
–¿Cómo fueron las sensaciones de haber recorrido la Argentina durante más de dos años?
–Aquello era un viaje maravilloso porque uno descubría el país. Es una película que fui construyendo como un puzzle. Todo ese material que fui consiguiendo a comienzos de los años 60 lo fui clasificando en mi casa. Yo tenía una moviola 16mm e iba concibiendo las secuencias. Probé con varios guionistas hasta que conocí a Octavio en la Asociación de Cortometrajistas. Y le propuse hacer el guion y la investigación de la película. El flaco se enganchó. Eramos un equipo de cuatro o cinco.
–Igual, era un documental prácticamente sin guion, ¿no?
–Es que el documental es así. Es un disparate el que cree que puede guionar un documental como una película de ficción. En un documental existen secuencias temáticas. Pero uno no puede prever lo que otros van a decir en las entrevistas. El guion definitivo es cuando termina el montaje.
–¿Cómo fue el proceso que lo llevó a terminarla en Roma?
–Yo me había ido en abril del 68 a terminarla en Roma. Acá no se podía. Si tenías la imagen separada, eran noticieros y el comentario podría haber sido totalmente reaccionario. En los laboratorios, la inscribí como una serie documental: Buenos Aires 67. Y así me fui con 175 latas a Italia. Ingresó a Italia como Buenos Aires 67. Y fui a parar a la casa de producción de los hermanos Taviani y Valentino Orsini. Yo le había mostrado en la Argentina una parte de la película a Orsini y él me dijo: “Si tenés algún problema para terminarla escribime y te venís a Roma”. Le escribí y me dijo que fuera. “Pero, mirá Valentino, que la película es de cuatro horas y tampoco tengo muchos recursos. No la voy a poder pagar”, le dije. “Olvidate, ya veremos”, me comentó. Y así terminé la película ahí. Cuando todos ellos la vieron entera se cayeron de culo porque no se imaginaban lo bien que había quedado. No tenía solamente una temática que estaba en la cresta de la ola del momento sino que formalmente era una película de vanguardia. Yo había estudiado los clásicos de cine ruso y estaban en la película. Y los años de publicidad habían exacerbado mi detallismo: los carteles en movimiento, las citas de textos, la idea de hacer una película que tuviera como referencia el ensayo literario. No era una novela. Tampoco era un documental, con una imagen de testimonios con un locutor que va explicando lo que pasa, como ves en televisión. Buscaba el ensayo y buscaba el libro. Y la película está dividida en partes y en capítulos.
–¿Cómo recuerda el estreno en el Festival de Pesaro el 2 de junio de 1968?
–Ese año fue muy especial porque le daban un gran lugar al cine latinoamericano. En esa edición competía Memorias del subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea; Las aventuras de Juan Quin Quin, de Julio García Espinosa, entre otras. El festival empezó un viernes y la película se exhibió los dos días siguientes.
–Y ganó el premio principal...
–Sí, ganó el premio principal y nosotros llevábamos una pancarta que decía: “Todo espectador es un cobarde o un traidor”.
–Es una frase de Frantz Fanon...
–Sí. La pusimos todo a lo largo. También habíamos hecho volantes sobre la Orden de San Martín al Ejército de los Andes: “Si no tenemos con qué vestirnos, cuando se acaben los vestuarios, nos vestiremos con la bayetilla que nos tejan nuestras mujeres y si no, andaremos en pelota como nuestros hermanos, los indios”. Era la proclama del Ejército de los Andes. Cuando salió el retrato del Che, la gente se puso de pie. A los 30 o 40 segundos, con la ansiedad de que no había cortes y eso seguía fijo, se pusieron de pie y a aplaudir. Y a Getino y a mí nos sacaron en andas a la plaza. Era un momento convulsionado porque era el fin del Mayo Francés y había manifestaciones estudiantiles en la plaza. Se armó una represión que terminó con muchos estudiantes presos, pero también con varios directores encarcelados, entre ellos el propio Valentino Orsini.
–¿Cuándo trajo la película a la Argentina?
–En agosto de 1968, dos meses después de haber presentado la película en Pesaro, hubo críticos que dijeron: “Estos han hecho esnobismo, una película para pasearla por Europa”. Yo calcé una copia en 35mm y me vine con la copia. Del Aeropuerto de Ezeiza me fui al Instituto de Cine. Cuando me vieron los que estaban en la recepción, enmudecieron. Les dije: “Vengo a pedir una entrevista con el coronel Ridruejo”, que era el interventor del Instituto. Tomaron la copia, pero no me dieron la entrevista. De ahí, fui a visitar las redacciones de los diarios. Por supuesto, tenía un cincuenta por ciento de chances de que iba a Devoto. Había 1.500 presos políticos. Pero los directores habían lanzado una suerte de llamamiento solidario. Firmaron todos: desde Federico Fellini a Michelangelo Antonioni. Yo, con 31 años, con esa película había despertado la admiración de todos los italianos. Tomaba las tesis del momento político, del Tercer Mundo. Hicieron un comunicado largo con un llamamiento de solidaridad conmigo y advirtiendo a la dictadura que debía hacerse responsable de mi seguridad física. No me detuvieron. A los veinte días, volví a Italia porque tenía que preparar las versiones internacionales. Ahí empezó otro gran problema porque la película no tenía nacionalidad, no podía exportarla, todo un problemón. Y después me quedé sin trabajo.
–¿Cuándo se exhibió oficialmente en la Argentina?
–A fines del 68, hubo un intento de exhibir la película en el Cine Arte de Diagonal Norte, pero la prohibieron. Vino todo el mundo. Todos estaban deseando verla. Algunos se iban a Colonia porque se exhibía los fines de semana allí. Pero la primera exhibición fue en el año 73. Ningún exhibidor pensó nunca en pasarla en forma completa. “Exhibimos la primera parte. Si funciona, veremos la segunda y tercera”, me decían.
–¿Y eso sucedió?
–No, lo que sucedió fue que se exhibió la primera parte tres o cuatro semanas, pero la segunda nadie la quiso.
–¿La hora de los hornos fue el inicio del cine político en la Argentina?
–No hay antecedentes de una película de crónica histórica política, pero más que una crónica esta película es un ensayo. La primera parte no es una crónica: es un film de provocación, de testimonio, de agitación, con una forma de agitación muy violenta y con un trabajo formal muy fino. Muchas veces, todo se engloba y no se habla de La hora de los hornos como hecho creativo cinematográfico. Con un texto, mil directores hacen mil películas distintas. El problema de una película es justamente inventar la película. No digo que no sea un problema inventar el texto o el libro, pero lo es inventar la película. En el libro no hay ideas muy originales. En general, es la síntesis de las consignas y del pensamiento de los dirigentes de aquella época. El problema era inventar una película porque todo lo que uno veía de un documental histórico-político resultaba panfletario.
–¿Usted dice que muchas veces fue tomada como una herramienta revolucionaria y no como una obra artística en su totalidad?
–Es las dos cosas. Varias críticas extranjeras marcaron bien ese asunto. Vamos a decir las cosas francamente: las tesis políticas de La hora de los hornos causaban más reacción que apoyo en el extranjero. ¿Qué eran Perón y Evita en el extranjero? Esta fue la primera película que dijo que Perón no era un dictador fascista, ni Evita una prostituta aventurera que se sumó al dictador fascista. Entonces, nosotros tuvimos enormes dificultades y debates por las tesis políticas de la película. Lo que asombraba era justamente ese impacto emocional y cinematográfico que tenía.
–¿Antes que nada es una reflexión sobre la identidad argentina?
–Es una reflexión sobre la identidad y sobre el proyecto argentino. Además, es un testimonio valiente y lúcido sobre las distintas formas de violencia que tiene que soportar el argentino y por extensión el latinoamericano: violencia política, económica, cultural.
–Si hay algo que debe tener en cuenta al momento de analizar La hora de los hornos es el contexto político y social de entonces. Aun así, ¿cree que tiene vigencia cincuenta años después?
–Algunas tesis políticas siguen teniendo vigencia porque son estructurales y la Argentina no cambió. La Argentina neocolonial, dependiente no cambió. Los críticos de La hora de los hornos decían: “¡Qué disparate! ¡Que nosotros debemos 6 mil millones dólares!”. Se debían 6 mil millones de dólares el año en que yo terminé la película. ¡6 mil millones de dólares! El otro día se fueron 10 mil millones de dólares en una semana. Argentina debe 400 mil millones de dólares. Hace veinte años que debe eso. Paga y la vuelven a endeudar. En 1969, cuando se pasó en Cannes, algunos medios argentinos dijeron: “¡Qué disparate! ¡Argentina no es ese infierno que marca la película! Argentina no es esa imagen de pobreza, de subdesarrollo!”. Una semana después del Festival de Cannes del 69, ardía Córdoba.