Gracias a la foto de Carlos Brigo que vi en la red, volvió a mí una parte opaca del pasado. Se abrió y entendí algunas cosas que hasta entonces estaban en la penumbra. La foto era del velorio del Padre Farinello. No se veía el ataúd sino las flores de las coronas en primer plano. Un poco inclinado para tocar su violín, Ricardo Soulé estaba despidiéndolo con música de Vox Dei.
Escribí un posteo que decía que la foto me forzaba a recordar algo que había olvidado. Que en plena dictadura, esto es, en nuestras adolescencias, muchos que éramos ateos íbamos igual los domingos a la misa de la Catedral, para escuchar al obispo Novak. Que su palabra ejercía cierta calma, mucho respeto, aun sin saber por qué. Novak era nuevo en Quilmes. La diócesis había sido creada por Pablo VI un par de meses después del golpe. Y Novak fue designado como primer obispo. Estaba con los pobres. Eso se sabía. Y hablaba de derechos humanos. Del 76 en adelante, su palabra fue, ahora me di cuenta, la más libre que escuché en mucho tiempo. Les debe haber pasado algo así a quienes tuvieron la suerte de pasar esos años en la cercanía de otros obispos, como Hesayne, o Angelelli, o de Nevares, o Zaspe.
Pero además, y ése fue el golpe sensorial de la foto (eso que hace que un lector o un espectador se hunda en el texto y se abandone a él, porque no se ha dirigido a su mente sino a sus sentidos), escuché el violín de Soulé, y escuché al mismo tiempo el sonido de aquella misas, en las que se cantaban siempre los Libros Sapiensales de Vox Dei. Después que hice el posteo, Carlos, el fotógrafo, con quien somos amigos desde aquella prehistoria quilmeña, subió la letra de Los Libros. Lo que la memoria retaceaba estaba allí. Esa intensa experiencia espiritual que era la que buscábamos muchos de los que íbamos allí. Era desmentir lo que la vida nos decía afuera, donde todo era mugre y miedo y sangre. “Hay a mi alrededor mucho más de lo que se puede mirar y llegar a ver…” Había. Y confié en eso. Y se lo debo a Novak.
Y Farinello. El cura Farinello. Infatigable y contradictorio y entregado apasionadamente a los pobres. Lo avergonzaba mucho haber vuelto a vivir en la iglesia del Caracol, haber dejado la villa. Se sentía débil. Lo decía en ese tono que usaba, que parecía un sollozo, con la voz afinada hasta volverse infantil, y esto sería un elogio para él, porque lo deslumbraban los niños. Y los niños de su comedor, en la ribera, le correspondían y expandían hacia cualquiera que llegara esa efusión de cariño que eran besos, abrazos, charlas con las manos entrelazadas.
Unos años después, cuando llegó la democracia, yo trabajaba en un programa de canal 7, Cable a Tierra, y le hicimos la primera nota en televisión a Farinello. Fuimos a su iglesia, fuimos a los barrios, conversamos mucho. El recién había vuelto de su primer viaje al Vaticano. Me lo había contado cuando tomábamos unos mates. Después empezamos a grabar. En un momento, le pregunté que había sentido cuando llegó a Roma por primera vez. Me miró con esos ojitos brillantes y emocionados, y me dijo: “Asco”.
Después me mostró el barro, la madera rota por el sol, las hamacas de cadenas oxidadas y los asientos destruidos, me mostró las ollas de aluminio carcomido, los techos de las casillas de la vereda de enfrente, las chapas abiertas, los pies sin zapatillas de muchos chicos. Y cuando terminó la nota me dijo: “No vine bien de Roma”.
Decía al principio que esa foto de Soulé tocando su violín para despedir a Farinello me abrió una ventana del pasado que antes no había visto. Porque desde agosto de l976, fecha que tenía en una nebulosa, esos cantos colectivos fueron una reserva de un tipo de sentimientos y disposiciones del alma que de pronto se volvieron muy escasos en este país. Con la muerte de Farinello y el recuerdo del clima fraternal de aquellas misas, o las que presencié de otros curas de Berazategui o Florencio Varela, con todos esos ejemplos y esas palabras libres, de pronto me di cuenta hasta qué punto habían calado en mi percepción del mundo y de los otros los curas de aquella diócesis popular.