El retorno al Fondo Monetario Internacional es la crónica de un final anunciado. El primigenio discurso oficial fue que el acuerdo con los fondos buitre evitaría regresar al organismo conducido por Christine Lagarde. “No vamos a pedirle préstamos al FMI”, dijo el presidente Mauricio Macri en una entrevista televisiva en marzo de 2016. Un año más tarde, el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, sostuvo que “el FMI sólo puede pedirle medidas a los países que tienen un programa de financiamiento y ahí empieza a marcar la cancha. Nosotros no tenemos programa con el FMI ni vamos a tener”. La historia se encargó de desmentir al Presidente y a su ministro.
Dujovne intento justificar esa disociación, entre realidad y discurso, afirmando que “hablamos de un FMI muy distinto al que conocimos hace 20 años. El Fondo ha aprendido de las lecciones del pasado”. Lo cierto es que las recetas continúan siendo las mismas como pueden atestiguar, entre otros, los griegos. Las condicionalidades que exigirá el staff del FMI son previsibles. En el último informe de revisión de la economía argentina, los técnicos fondomonetaristas plantearon que “la reducción del gasto público es esencial, especialmente en las áreas donde aumentó muy rápidamente en los últimos años, en particular los salarios, las pensiones y las transferencias sociales”.
Hasta ahora, la insustentabilidad del modelo macrista estuvo “disimulada” por el megaendeudamiento e ingreso de capitales especulativos. El último arribo de capitales financieros (a gran escala) se produjo el 4 de enero de 2018. Ese día, el Ministerio de Finanzas emitió deuda externa por 9000 millones de dólares. Los signos de alarma se multiplicaron desde entonces. En marzo, la gira del ministro de Finanzas, Luis Caputo, por Nueva York, culminó en fracaso. Los bancos e inversores manifestaron sus reparos para continuar financiando este experimento neoliberal. El discurso oficial transformó la necesidad en virtud: Caputo anunció que no sería necesario recurrir más a los mercados financieros internacionales en 2018.
Abril y mayo fueron meses muy calientes. La reversión del flujo de capitales desnudó la fragilidad del esquema económico. La errática administración de variables sensibles (tasa de interés, reservas internacionales, tipo de cambio) puso contra las cuerdas al “mejor equipo de los últimos 50 años”.
Por ejemplo, la intervención de la autoridad monetaria en el mercado cambiario desmintió en los hechos los discursos previos acerca de las bondades de la flotación libre. Así, casi 8000 millones de dólares de las reservas se evaporaron en apenas dos meses. Otra muestra más del desconcierto oficial fueron las repentinas bajas y subas de la tasa de interés.
Las medidas adoptadas (liquidación de reservas, incremento de la tasa) no frenaron la tendencia ascendente de la moneda estadounidense. La dolarización de carteras fue impulsada por algunos factores exógenos, por ejemplo, la suba de la tasa de interés de la Reserva Federal. Sin embargo, la intensidad de la corrida cambiaria fue muy superior a la de otros países. La explicación central pasa por otro lado: los inversores financieros están poniendo en duda la capacidad de repago de la deuda argentina. En ese marco, el gobierno nacional apeló al prestamista de última instancia. El final de esta historia es conocido