En octubre de 1999 cumplí 16 años. Decidí que no iba a usar más el pelo largo y tampoco ropa de colores claros. Nos sentamos en el piso, en el centro de la habitación de mi amiga Mariana en su casa de Banfield y me cortó el pelo casi al ras; de a gajos, como si arrancara partes infectadas. Lo que me quedó lo teñí de negro azulado y empecé a usar ropa oscura tres talles más grandes. En la mochila pegué perlas de colores que saqué de un vestido. Escribí con liquid paper en la campera del colegio: Fun People. Era la fiebre adolescente, el teatro de una metamorfosis inofensiva y privada.
En octubre de ese mismo año, Fun People editó The art(e) of romance. La tapa es una foto de Kurt Wilckens, un anarquista alemán que asesinó al teniente Varela en 1923 con una bomba y cuatro balazos y vengó a los obreros fusilados durante la Patagonia trágica. Es el cuarto disco de la banda y tiene canciones que dicen abajo la supremacía del macho, gritan por la legalización del aborto y en contra de comer animales. En el medio está “Si pudiera”. Un lamento de tres minutos en el que Nekro, además, parece recitar.
El tema es simple: amante se lamenta y pide volver el tiempo atrás, encontrarlx en el lugar de siempre a la hora de siempre. “Y contarte las cosas que un día callé, por el bien de ambos”. Pero no puede, porque está preso, y las rejas lo separan. Uoouuo, uoouoo. Es una mezcla de balada tanguera melódica surfera, con instrumentos de viento. Todo se amalgama y, como la bomba de Wilckens, estalla en el centro de la cursilería y la hace volar en mil pedazos. Va del remolino enérgico a la tranquilidad, como en la vida y como en la pena. Encierra una prohibición contundente: te amo, pero no puedo estar con vos. Y la emoción se trasforma en tragedia.
La última parte es un gomoso lamento uooouuooo, y es el momento en el que salíamos al pogo. De pronto, cáustica, termina como termina siempre el punk, de golpe y sin decir ni chau.
La escucho y, como escribió alguien en los comentarios de Youtube, me arrastra de los pelos al pasado. Es hipnótica. Puedo hacerlo tres, cinco, seis veces seguidas como para escribir esto, y cada vez pasa lo mismo, cierro los ojos y vibro igual que la primera vez que la escuché: en mi cuarto, la música bien fuerte, la alegría y la incertidumbre celular de esos años mezcladas: la ansiedad por salir al mundo y el desencanto prematuro.
Mi hermana me lleva 12 años, así que cuando ella terminó la adolescencia, yo empecé la mía. Y como quien hereda una sabiduría, abracé a sus bandas, Ramones, Siouxsie and The Banshees, Pixies, Soda Stereo, Todos Tus Mertos, Los Brujos. La primera vez que escuché a Fun People tenía 14. El casete de Anesthesia daba vueltas por casa, después empecé a comprar los propios en un local en una galería sobre la calle Laprida, en Lomas.
En vivo los vi por primavera vez en El Borde de Temperley, un local que estaba casi pegado a las vías, al costado de la estación. Nos sentábamos en las hamacas de la placita de enfrente antes de entrar. Éramos unos niños, las mochilas llenas de prendedores, los pelos de colores, pantalones enormes, parches que decían Loquero, Cucsifae, Flema, El Otro Yo. Creíamos que había mística alrededor de casi todo.
Los recitales de Fun People combinaban violencia y poesía y todos juntos nos sacudíamos y golpeábamos en ese mosh para nada como si nos libráramos de algo. Me acuerdo del último recital al que fui. Nekro llegó en bicicleta a El Borde, se bajó, entró, empezó a tocar y de golpe un chico, que se había subido al escenario como hacían siempre, le robó las antiparras. Mi amigo Yogui se acuerda que Nekro frenó el show y nos dio un sermón.
Con él los vimos también en Cemento. Nos tomábamos el Roca hasta Constitución y caminábamos. Y gracias a que Yogui mide casi dos metros y es enorme como un oso, podíamos atravesar la noche sin plata, sin ningún tipo de plan, invencibles.
Fun People se desarmó en 2001, el año en el que egresamos del colegio secundario. Había sido la banda de sonido de todos esos años y ahora, cuando todo explotaba por los aires, se convertía en Boom Boom Kid, tal vez lo mismo, pero ya no íbamos a seguirlo con tanta fe: nosotros (y tal vez ellos también) tuvimos nuestro propio big bang y el mundo tal como lo conocíamos se desarmó y nosotros también.
La noche del viernes 21 de diciembre de 2001, viajábamos en un micro a la fiesta de egresados de mi amiga Nadia, en San Miguel del Monte. A Balta, mi novio de entonces, no le gustaba Fun People. Me puso sus auriculares y sonaba Korn. Me los saqué, le dije que él escuchara su música y yo la mía. Yo había puesto The art(e) of romance. Estoy segura de que nos besamos como solo se besan las personas a esa edad. Había mucha gente en la calle, el micro avanzaba por la ruta y era de noche.
Lo que sigue es un cover: éramos tontos, muy tontos, pero queríamos cosas, el verano, la noche y la música, la marea de la música. El país se caía en pedazos, no teníamos nada, solo nuestro discman, y como buenos hijos del conurbano a finales de los 90 no esperábamos nada.
Ahora se prendieron las luces del salón. Viajo en el tren Mitre porque ahora vivo en la otra parte de la ciudad. Me creció el pelo, la noche perdió su misterio. Voy hasta mi oficina con los auriculares prendidos al celular. Para Spotify y sus algoritmos mis elecciones le permiten saber quién soy y sugerirme canciones. Una mañana aparece “Si pudiera” y me acuerdo de que una vez yo fui fan.
Cierro los ojos, el tren está entrando en Retiro, pero va a ser una entrada lenta, como todas las mañanas, tengo tiempo. Nekro se lamenta como un perro, grita uoouuo, uoouu, tengo 16, 17 años y estoy en el medio del pogo con Yogui, con todos mis amigos, tengo 18 años y estoy en un micro que avanza por la ruta 3, no entiendo ni espero nada más que la posibilidad alucinante de la música.
Magalí Etchebarne nació en 1983. Estudió Letras en la UBA y trabaja como editora en Penguin Random House.
Publicó relatos en distintas antologías y el libro de cuentos Los mejores días (Tenemos las máquinas, 2017).