Poldy Bird se parecía a Elisa Carrió, sólo que nunca se le ocurrió ir a Diquecito. Manejaba su exuberancia como un subrayado de su sensualidad, y en las contratapas de sus libros los famosos hacían elogios que la plebe intelectual jamás se hubiera permitido. Es cierto que no hacían mucho esfuerzo. Por ejemplo de Cuentos para Verónica, Ernesto Cardenal dijo: “Este libro hace más hermoso el mundo”. Dedicarle la tapa de un suplemento cultural a esa expatriada del canon nacional era, en 1975, por lo menos un gesto extravagante, y, en el copete original del reportaje, el editor se deshacía en explicaciones. Poldy Bird me sedujo con su candoroso cinismo y esa suerte de maternidad centrífuga que irradiaba en postres, consejos y regalitos. Pero yo, cobarde, afectaba en mis preguntas un aire de juicio previo, como si hablara en nombre del “lector culto”. En la década del ochenta el personaje se eclipsó con sus kilos de más disimulados por una túnica árabe. La industria del best seller –que siempre vuelve a poner de moda lo de ayer y no lo de hoy– latinizó sus productos de fajas con letras catástrofe y, si promovió lágrimas, fueron las del bolero y la ranchera y no las del tango psicologista que una madre angloargentina le había dedicado a su única hija. A principio de siglo reapareció como candidata a diputada, detrás del paradigma de los apremios ilegales: Luis Patti. Pero anularon su candidatura. No pudo probar su domicilio en el distrito Tigre. Es que no vive allí. 

Para un psicoanálisis de Poldy Bird: ella ha llevado el nombre de su madre fuera de la elite prometedora a los confines del mundo –la primera Poldy Bird fue una novelista con un módico reconocimiento, un satélite bello y mimado de los hombres de la revista Sur. Esta Poldy Bird hace llorar en todos los idiomas y cobra en todas las divisas y la única que le hace sombra en la venta de libros es Doña Petrona. 

¿Cómo describiría usted a Poldy Bird? 

  –Si hubiera podido elegir una actriz para interpretar mi vida, ésa sería Vivien Leigh, porque es una mujer como yo que siempre parece estar al borde de algo: de la risa, el llanto o de tirarse por una ventana. Soy demasiado normal como para ser interesante para alguna gente; no fumo y no tomo, salvo durante las comidas. Lo que sí me gusta es escuchar música muy fuerte; ése es un vicio que tengo; subo al máximo los parlantes, es como un viaje. En una época jugaba mucho a la ruleta; pero ahora me gusta apostar a mis libros. Pensar en cómo van a ser recibidos, programar su lanzamiento, leer las críticas me hace sentir la misma tensión que cuando jugaba y sabía que podía perder. Si no hubiera sido escritora, no sé qué podría haber sido. Me gustaba cantar, pero nada de bel canto, me gustaba el tango. 

Poldy Bird usa el peinado de una actriz fetiche que ya no está en su primera hora –Brigitte Bardot–. Aleonado y lacio, el cabello avanza sobre su rostro y oculta los cachetes demasiado grandes. En su casa hay un efecto pesado de muebles fraileros y de cajitas llenas de menudencias. Ella, un querubín maduro lleno de pulseritas, se deja fotografiar bajo una colección de angelitos que cubre la pared hasta el techo. Poldy Bird sabe mover las manos y su eterna melancolía le sienta bien. Ríe con sinceridad y cruza las piernas buscando empinar los empeines de los pies. Poldy Bird me parece sexy. 

¿A partir de qué momento de su vida comienza a considerarse una escritora? 

  –Yo no recuerdo una época en que no escribiera, pero fue a partir de los ocho años que comencé a hacerlo como un acto litúrgico. En ese entonces mi mamá murió en un accidente de tren. Yo no lloré; fui hasta su cuarto y, encaramada a una silla, escribí con dos dedos en su máquina.

Y esa pena infantil, la audaz Poldy Bird no la ahorra en el libro que escribió para su hija Verónica y, encima, asociada al adulterio, en un género que tiene prohibida la entrada al sexo y a la muerte: el juvenil. Escribió: “...porque mi mamá había muerto, por más que yo la buscaba en todas partes con la esperanza de que me hubieran engañado y ella estuviera viva y enamorada de otro hombre (como pasaba en las novelas de la radio, porque todavía no había televisión). Yo la hubiera perdonado. De veras. No me hubiera importado nada con tal de abrazarla otra vez. Me dijeron ‘Ahora está con Dios, él la va a cuidar muy bien’. Y yo pensé que Dios no podría cuidarla mejor que yo, porque él no podía quererla tanto como yo que era la hija”. 

¿Recuerda algo escrito por su madre? 

–Una canción de cuna para mí, todavía me acuerdo de alguna estrofa: “Duérmete mi niña,/ no tardes tanto/ que el sueño al llanto/ lo transforma en canto”. Mi mamá era una persona muy querida, muy reconocida en el ambiente intelectual de aquel entonces. Tenía escrita una novela, El grito en las venas, un libro de poemas; también publicaba versos en El Hogar. Creo que Borges y Bioy Casares le dedicaron un cuento, no sé cuál porque nunca se lo pregunté. A lo mejor, si mi mamá no hubiera intentado correr ese tren en Retiro, si no se hubiera muerto antes de cumplir treinta años, yo no hubiera escrito y, entonces, la hija de madre famosa sería yo y no Verónica. Quién sabe… La obra de mamá, de haber podido continuarla, hubiera llegado a ser valiosa; ya por entonces estaba muy a tono con su época. 

En Cuentos para Verónica cuenta que, de chica, le encantaba escribir su nombre en todas partes, incluso en papelitos que después dejaba a merced del viento. También en los libros y en los sobres de los discos. Más que espíritu de propiedad, eso sugería que soñaba con ser muy nombrada. 

¿Cómo era cuando tenía la edad de Verónica? 

  –De adolescente fui muy vanidosa, me gustaban todos los muchachos y yo les gustaba a ellos. El primer baile al que me dejaron ir fue al de egresada del bachillerato. En general no me dejaban ir a los bailes, no me dejaban salir ni pintarme, todo lo tenía que hacer a escondidas. Recuerdo que una vez mi papá me pescó con rouge en los labios y me quiso limpiar él mismo con una toalla. Pero en aquellos tiempos los productos eran buenos y no salían así nomás. Mi papá fregaba y fregaba y no podía tener la prueba del delito porque la toalla seguía limpia. Yo ya tenía diecisiete años. Por esa época escribía versos muy buenos y llegué a publicar en El Hogar, donde no entraba cualquiera. 

¿Por qué no tuvo más hijos? 

  –Yo no tuve más hijos porque primero hicimos un intento y no se dio, después perdí uno, estando en España. Pero yo pienso que todos los hijos deberían ser únicos, porque de la sobreprotección uno no se muere, pero de la carencia, sí. ¿Acaso una dejaría que su propio marido trajera a vivir a su casa a otra mujer? ¿Entonces por qué tiene que soportar un hijo que le pongan otro ahí, a un hermanito para compartir sus cosas, todo? 

Hoy existen comunas donde el cuidado de los hijos se comparte y hasta se intercambian las parejas. 

  –¿Las camas redondas y todo eso? A mí me gustaría que me explicaran el resultado de esas experiencias. Para mí no son más que intelectualizaciones, cosas que, a lo mejor, se basan en la indiferencia; porque hay gente que no siente mucho, ni el dolor, ni el placer, ni nada. Yo, en cambio, siento todo. 

¿Cuál es su actitud frente a la literatura? 

  –Primeramente yo no puedo hablar de vocación porque, entonces, tendría que recurrir a una frase muy cursi: “Nací con ella”. Yo a los tres años ya escribía, les dictaba versitos a mis tías. Incluso puedo decir que, a esa edad, yo ya escribía como yo. Por eso me resulta difícil hablar de la influencia de otros autores en mi obra. En cuanto a otra clase de influencias, creo que en mí influye el mínimo suceso, todo lo que me perturba, lo que me conmueve fundamentalmente, la vida cotidiana. Yo no pienso que haya cosas triviales, cosas que una obra deba desechar; a mí ni siquiera la coquetería me resulta trivial. Aún recuerdo con increíble nitidez ese gesto encantador con que mi abuela paterna se acomodaba las puntillas del jabot, su manera vanidosa de girar la cabeza para ver si alguien de la familia estaba presente cuando una visita la elogiaba: ‘Pero si estás igual, igual’. En cambio, todo lo excesivo me parece insignificante. 

¿Necesita de cierto orden para escribir? ¿Silencio? ¿Rituales? 

  –Cuando escribo no requiero un gran silencio a mi alrededor; no me molestan los ruidos, pero sí los ruiditos; por ejemplo, el ruido constante del motor de una heladera que uno sabe que inexorablemente va a parar, una canilla que gotea, un cric cric desconocido. Esa clase de ruidos me pone frenética. Y escribo casi todos los días, si es que logro ordenarme, porque soy muy haragana. Mucha gente piensa que cada uno de mis cuentos me lleva, solamente, veinte minutos o media hora de trabajo, pero eso no es cierto. Puede ser que sea escrito a máquina en ese tiempo, pero, a lo mejor, a mí me llevó años pensarlo. Hay cuentos que he escrito ahora pero que tenía “la cosa” rodando durante toda mi vida; son como embarazos largos: cuando el chico estaba por nacer, a lo mejor le faltaba un brazo, entonces lo seguía teniendo adentro; cuando largo un cuento, lo largo completo. Siempre estoy embarazada de algún cuento, a veces son embarazos cortos, otras son como el embarazo de la burra. 

Y nuevamente al candor de Poldy Bird se superpone una imagen siniestra: el libro como feto incompleto, aunque ella no habla de embarazos interrumpidos o de abortos porque siempre parece llegar al parto feliz de un best seller. 

  –Tengo el reconocimiento de intelectuales como Martha Lynch, que me envió una hermosa carta cuando salieron los Nuevos cuentos para Verónica, un libro que escribí entre los seis años de mi hija y su pubertad. El mismo Mujica Lainez opinó en una reunión, refiriéndose a una antología en donde figuraban autores de su talla, que el mejor cuento era el mío. 

Sin embargo, también existen críticas muy duras a su obra, por ejemplo aquella nota de Satiricón donde se la tildaba de cursi, de apelar al masoquismo de la gente, de especular con él. 

  –Me causa gracia. Yo tengo muchísimo sentido del humor, así que cuando la crítica dice algo verdaderamente ingenioso sobre mí, me causa gracia y lo comento y me divierto. Pienso que la gente que carece del sentido del humor es burra. Y esa nota de Satiricón no era una nota profunda, era en joda, porque ellos no saben si yo puedo especular o no. Hablaban en chiste. A mí me hizo mucha gracia eso de “la cebolla que escribe”; mi propio marido me llama “cebolla”; me dice “vení, cebolla, escribite algo”. Que digan que soy gorda, que soy flaca, que lo de más allá, que apelo a esto o a lo otro, no me molesta... Además, si fuera tan fácil apelar a todas esas cosas, todo el mundo apelaría. Si creen tener la fórmula con que yo escribo, ¿por qué no la usan? 

Existen escritores cuyo proyecto fundamental no es el reconocimiento masivo… 

  –¡Camelo! ¡Camelo! Cuando un autor dice que no le importa si su obra tiene éxito o no, que sólo quiere ser comprendido por una pequeña elite y no salir de ella, está mintiendo. Yo los he visto a esos señores recorrer las librerías preguntando si su librito se vende o no, molestando a editores, distribuidores, pidiendo una “vidriera”. Por eso digo que si la crítica tuviera tan claras las claves de mi éxito, las utilizaría. Lo que pasa es que existe una crítica abyecta, malsana. Yo estoy muy segura de mí, de lo que hago, por eso no le temo a esa crítica, porque a mí no me arremete el que quiere sino el que puede. Una vez un tal Parrondo o Parrota (ni siquiera me acuerdo bien su nombre) me dijo que mi obra le parecía rosa. Yo le pregunté si la había leído y me dijo que no. Entonces le dije: “Vos podés ponerle el color que quieras, pero es el color de tus excrementos con el que vos escribís”. Lo único que realmente podría llegar a matarme es que alguien verdaderamente importante dijera que escribo mal. Primero no sé si lo creería, porque a esta altura del partido... ¿no? 

Joaquín Gómez Bas dice que Cuentos para Verónica es un libro que, a medida que se lee, se va transformando en una rosa. Poldy Bird no se hubiera atrevido a tanto. 

¿De qué manera se puede mentir a través de la literatura?

 –Escribiendo por plata o por el encargo, haciendo lo que no te gusta. El que escribe con sentido político porque lo siente o necesita hacerlo, me parece perfecto; pero hubo una época, y lo leíamos en todos los medios argentinos, en que, cada vez que salía un libro, los críticos decían lo que tendría que haber escrito el autor: si escribía sobre el amor, tendría que haberlo hecho sobre política; si escribía sobre política, tendría que haber escrito sobre el ser humano en general y no sobre sus problemas sociales o políticos. Bla, bla, bla. Yo creo que a un autor hay que aceptarle los temas que escribe, su forma literaria. A mí no tiene por qué venirme a decir un crítico lo que yo tengo que escribir. Él tiene que leer lo que yo escribo y decir si está bien escrito o no, si sirve o no literariamente. 

¿No cree, entonces, que exista un compromiso del intelectual con la realidad? Usted, ¿se considera una intelectual? 

  –Me considero ante todo una mujer, creo que mi compromiso con la literatura consiste en hacer más feliz a la gente, en devolverle cosas que pensaba perdidas para siempre, en instaurarle un nuevo respeto por los sentimientos primarios, por una nueva escala de valores que privilegie la emoción y la poesía. Si no fuera una frase de Carolina Invernizzio, diría que me siento responsable por las rosas. 

¿El éxito de su obra lo atribuye a esa actitud suya? 

  –Sí, pero yo creo que en la Argentina el éxito es índice de calidad. 

Sin embargo, como usted sabrá, muchas obras mayores no han obtenido el éxito que obtuvo la suya. 

  –Yo creo que la calidad tarde o temprano se reconoce. 

¿Por qué Borges vende menos que Poldy Bird? 

–Yo creo que mi obra tiene éxito por su calidad. Claro que su repercusión es enorme con respecto a la de otros escritores. Pienso que habría que estudiarla desde el punto de vista psicológico y sociológico, saber por qué provoca ese efecto tan desmedido en la gente. Por supuesto, a mí no me gustaría enterarme del resultado de esos estudios, por miedo a que me perturben. 

¿Miedo de que ese conocimiento modifique su escritura? 

  –Yo escribo así desde los tres años, no veo por qué habría de cambiar. Yo le debo mucho a la literatura, al amor, al reconocimiento de la gente, que me atribuye una tarea casi sacerdotal. A mí, de pronto, me corre por la calle una florista y me regala una flor. La gente llora cuando me conoce, se pone histérica; eso me asusta a veces, me da miedo; me siento asfixiada, exigida. Yo les doy lo mejor que tengo: mi tiempo. Tiempo de responder a sus cartas, de hacerles llegar mi palabra. A mí me escribe una mujer que acaba de perder un hijo y me dice: “Poldy Bird, yo quiero conocerte y pedirte que lo mismo que escribiste un cuento para Miriam Raquel lo hagas para mi hijo, ese hijo tan querido que se distrajo jugando con el ángel de la guarda y dejó la vida bajo las ruedas de un camión”. Yo hago lo que me piden. Recibo cartas de todas partes del mundo. Hasta en el Japón existe el fenómeno Poldy Bird. El otro día volvía de dar una charla en un colegio y el taxi paró ante una barrera y se acercó un muchachito que vendía helados y me dijo: “Poldy Bird, te regalo un helado”. Por eso digo que a la literatura le debo todo. Me parece que cuando mi mamá murió es como si yo hubiese agarrado su tea. Porque yo tuve una infancia terrible, una madre que me dejó sola muy pronto, un padre que no vacilaba en recurrir hasta al castigo físico para dominarnos, retenernos. Toda manifestación de arte es la sublimación de algo terriblemente doloroso para el ser humano que hubiera debido llevarlo hasta la locura, es decir, la esquizofrenia que significa bajar la persiana, vivir para adentro. Yo fundé una editorial para restituirle a la gente todo el afecto que me ha dado, porque si solamente hubiera querido ganar dinero, hubiera puesto un negocio de cualquier otra cosa. 

Una editorial, ¿no da dinero? 

  –Sí, pero quiero decir que también la literatura puede dar dinero. 

¿Cree que su obra es perdurable? 

  –Creo que de tanto papel que anda por ahí, algo va a quedar. 

¿Qué lugar cree que ocupa su obra en el panorama actual de la literatura argentina? 

  –El lugar que ocupa en setecientas mil bibliotecas. 

Sin embargo es una obra que habla mucho de la muerte. 

  –El tema de la muerte es una constante en toda mi obra y también en mi última novela, La nostalgia. Que será una novela muy triste. La protagonista es una mujer de cuarenta años que conserva todavía una gran fuerza y mucho de su juventud, pero que se da cuenta de que, de allí en adelante, lo que le resta por vivir es una repetición de actos realizados: todo lo espléndido terminó, todo ha sido conocido, vivido. Siente que se había jurado no crecer pero creció, que había jurado no dejar nunca de ser niña, pero pronto va a envejecer. Nada tiene remedio para ella porque el verbo “repisar” no existe. Porque de pronto una persona se distrae y es como si se hubieran estirado los hilos que le sostenían las facciones y ya no es joven. De pronto el hilo se empieza a aflojar y la persona no se da cuenta y todo se le va cayendo, porque lo que no se puede hacer es estirar el hilo, hacer un nudo y tirar los pedazos que sobran. El esfuerzo del hilo lo tiene que hacer uno. 

Entonces, la simpleza de Poldy Bird se mete en un gótico lleno de grises presagios o en un realismo funesto que no concuerda con la mujer que sonríe a ciento ochenta grados en la Feria del Libro, mientras, a cada rato, recarga la lapicera de los autógrafos. Y entonces se parece a una llorona de velorio pero con la compulsión de comerse una pizza porque en cualquier momento el latido del pulso puede volverse irregular como una sinfonía dodecafónica. 

  –Yo creo que si uno está suficientemente alerta y no se deja sorprender, la vejez tarda mucho más en llegar... Me desespero, a veces, me pasa como un borrón: en cualquier momento uno se va a morir y debe ser como cuando te aplican anestesia, por más que vos te resistas, en un instante se hace algo así como un pozo, una nada. Y tengo miedo de estar inconsciente, de sufrir no; aunque sufra, prefiero estar viva. Aunque ya no quede ninguna esperanza para mí, tienen que hacer que yo viva todo lo que puedo vivir. Los muertos no mueren en la medida en que los nombramos, que nos acordamos de ellos. Por eso yo evoco siempre ese gesto de mi abuela paterna: su mano sobre el jabot y las dos esclavas tintineantes. Yo no voy a morirme mientras se me recuerde, mientras alguien diga: “¿Te acordás de cuando Poldy contó aquel chiste?” o: “Volví a leer ese cuento de Poldy, ¡me emocioné tanto!”. Yo en el momento de mi muerte no voy a pensar en ningún ser querido: voy a pensar en mí misma; mi muerte va a ser un gesto para abrazar el vestido de mis quince años, quiero sentirme espléndida por última vez. A mi muerte quiero llevar muy poca cosa, un ruidito, un brillo, el brillo de una lentejuela en un disfraz de carnaval.