Es una pena y es una injusticia que la resurrección de la meritoria El cuento de la criada –con la ayuda tan à la page de una serie de televisión– haya convertido a Margaret Atwood en una suerte de avanzada totémica/oracular del feminismo (rol del que ella –tampoco se sintió nunca muy sci-fi– intenta separarse todo lo que puede con encomiable elegancia y fina inteligencia) más que en una autora de méritos más que considerables. La encarnación televisiva de Alias Grace (con otra heroína oprimida, está vez asesina convicta en 1843) amenaza con reforzar el malentendido y enturbiar logros como las magníficas La novia ladrona y El asesino ciego (ganadora del Booker en 2000) o la trilogía eco-apocalíptica Trilogía Maddaddam (también próxima a ser televisada con dirección de Darren Aronovsky).
La publicación ahora de este título reciente de Atwood (Canadá, 1939) y parte de las reescrituras muy personales orquestadas desde 2016 por la británica y legendaria Hogarth Press para celebrar el cuatricentenario de la muerte de Shakespeare (desafío que ya asumieron con éxito variable Jeannete Winterson con Cuento de invierno, Howard Jacobson con El mercader de Venecia, Anne Tyler con La fierecilla domada y Edward St. Aubyn con Rey Lear, esperándose con ansiedad el Hamlet de Gillian Flynn y el Hamlet de Jo Nesbø; Ian McEwan fue por libre con su también hamletiano Cáscara de nuez) tal vez/ojalá ayude a reubicarla donde lo corresponde: en el sitial de una narradora que se niega a toda etiqueta.
Y Atwood ha elegido bien: La semilla de la bruja no es otra cosa que una radical reformulación de la crepuscular La tempestad con la que –para muchos estudiosos– Shakespeare alcanza su cima y se despide en 1610/11. Y ya saben: isla misteriosa, el mágico Próspero, la bella Miranda, el amable Ferdinand, el duende/hada Ariel, el monstruoso Calibán y el pedido final –anticipándose a Peter Pan– de pedirle al público que aplauda para romper un hechizo.
Y Atwood es también astuta al potenciar aquí el aspecto de teatro-dentro-de teatro contando una puesta en escena de La tempestad muy “moderna”: la readaptación “interactiva” de la obra transcurre ahora entre las paredes de una prisión con presos como actores. Es la vendetta de Felix Phillips: un director artístico encantadoramente idiota, rumiando por más de un década su furia y rencor y pena por haber sido hecho a un lado por las maquinaciones de un rival y (lo mejor de libro) por la muerte de su hija (a los tres años, por una meningitis) que se llama, sí, Miranda. Ahora, ha llegado la hora de la revancha. Y Shakespeare será el vehículo con que atropellar a todos los que lo despreciaron. Hacia el final, truenos y rayos y los acontecimientos se precipitan. Es decir: Atwood se ríe del propio encargo que ha asumido y de las habituales reinterpretaciones (aquí se remite hasta a un Macbeth derramando sangre con una motosierra) de todo aquello que debería dejarse descansar en paz porque se trata de materia original e incansable.
Y, por momentos, el tono de farsa desatada de La semilla de la bruja hace un poco de ruido y las entradas y salidas de los tragicomediantes parecen un tanto empujados por un vendaval en su obligación a seguir las ráfagas de La tempestad. Pero está claro –después de todo y antes que nada, esto es un serio divertimento– que Atwood se está riendo mucho aquí. Casi tanto como el también feminista de rebote Shakespeare cuando tomaba tramas ajenas para convertirlas en algo suyo y nada más que suyo para siempre.
Casi, dije.