El 20 de mayo de 1960, un comando integrado por civiles y miembros del Mosad israelí secuestró a Adolf Eichmann en una casa del barrio de San Fernando, provincia de Buenos Aires. El ex teniente coronel de las SS, responsable directo del traslado de prisioneros judíos a los campos de concentración de Alemania y Polonia, había buscado refugio en Argentina diez años antes, ingresando con pasaporte falso. Cinco días más tarde del secuestro estaba en Israel, donde se lo juzgó y condenó a muerte por crímenes contra la Humanidad, ahorcándoselo el 31 de mayo de 1962. Hay varios libros sobre la estancia de “Ricardo Klement” (tal su nombre falso) en Argentina, su secuestro, juicio y ejecución, incluyendo uno (La casa de la calle Garibaldi) escrito por Iser Har’el, cerebro del operativo y jefe del Mosad. Además por supuesto de Eichmann en Jerusalén, donde la filósofa alemana Hannah Arendt, asistente al juicio, concibió, a partir de la aparente “normalidad” del acusado, la idea de “banalidad del mal”. Nadie se había tomado el trabajo, hasta ahora, de narrar esa historia a partir de los testimonios de los sobrevivientes. Eso es lo que hace El vecino alemán, documental de los realizadores Rosario Cervio y Martín Liji, que se exhibe en el Malba.
De modo de darle una justificación narrativa a la sucesión de entrevistas, Cervio y Liji idearon la figura de Renate Liebeskind, traductora de origen judío, encargada de trasponer al castellano el juicio a Eichmann, de cuya filmación en vivo se transpolan varios fragmentos. Interpretada por la actriz Antonella Saldicco, la traductora consultará a historiadores, gente que conoció a Eichmann durante su estancia en Argentina, sobrevivientes de la Shoá y hasta un hombre que de joven asistió al juicio, en calidad de periodista. “Era muy bueno con nosotros”, dice quien fue su vecino en la localidad de La Cocha, provincia de Tucumán, donde antes de establecerse en Buenos Aires Eichmann llevó a cabo estudios hídricos, encargados por la empresa constructora de un dique. La declaración de bondad es la típica de todo vecino de asesinos seriales, de masas, torturadores o genocidas. Nunca ninguno de ellos trató mal a nadie del barrio, todos saben siempre separar el trabajo de la vida cotidiana.
Una señora que fue amiga de su esposa coincide, pero también aclara que no era muy dado con los vecinos. Otra de por allá lo atendía todos los días en la panadería, y está la que cuenta de su afición por los quesos agusanados. “Los hijos no lo querían”, dice un señor en la calle Garibaldi, que es de donde lo “levantó” el comando israelí. Por qué los hijos no lo querían, no se sabe. Y más o menos hasta ahí llegan los testimonios, que no echan mucha luz sobre un personaje que, como es lógico, habrá tabicado su intimidad con celo de perseguido y eficiencia nazi. Alrededor de estos testimonios de primera mano se acollaran otros, llamados a proveer la información que aquéllos no están en condiciones de brindar. Pero estos testimonios son más o menos los que pueden hallarse en otras fuentes, tanto bibliográficas como cinematográficas. Peinada y ataviada por algún motivo como en los años 20 o 30, Liebeskind pregunta poco a sus entrevistados, dando la sensación de sentirse (la actriz o el personaje, es imposible determinarlo) algo incómoda, lánguida, compungida o indiferente. Nada de todo eso colabora con el interés del espectador por una historia potencialmente cargada de pathos.