Estaba con mis amigos trabajando un guión que contempla la muerte de Adolfo Bello, el estudiante rosarino asesinado en el año '69, y el aciago recorrido de los jóvenes asesinados por los poderes de turno. Hacía unos días que se había descompuesto mi computadora y debía esperar que Sebastián la arreglara. Al no poder seguir el trabajo de edición, hicimos lo que hacemos siempre: extendernos en algunos temas. Damián propuso discutir la metafísica del mal en los personajes de Roberto Arlt, y Felipe mencionó a Medea, un anticipo de la mujer fatal en la novela policial y de los cuales podíamos extraer correlatos establecidos en Pascal y en Kierkegaard acerca de los modos de existencia. Mauro y Ramón, inducidos por la diseminación fructífera de estos temas, desembocaron en la índole de nuestro trabajo, el correlato con las muertes de Kosteki y Santillán, la de Maldonado y la necesidad ética de establecer a qué paradigma adscribir el tema que nos convocaba. No sé cómo desembocamos en una discusión acerca del arte. Dada la voracidad del capitalismo para normalizar toda actividad en mercancías. ¿Qué considerábamos como tal? Inevitablemente, surgió el tema religioso y algo se produjo. Yo argüía desde mi agnosticismo anárquico y Felipe me sorprendió con una afirmación inobjetable: "Viejo, sin embargo, vos creés que si tocás una tecla o seguís unos pasos, mágicamente la computadora se puede arreglar". Asombrado y descubierto a la vez, sentí la inmediata verdad de esa afirmación; afirmación que develaba la grieta que a cada uno lo separa de sí mismo. El efecto de la duda transgredía mis precarias presunciones y ponía patas para arriba mis certezas. A la madrugada, cuando intentaba ingresar en el ámbito de Morfeo, me develaban algunas preguntas. Sospeché que mi sentimiento de "lo mágico" regía mi elección por la literatura y la poesía, cuyas prácticas no determinadas, (ya que no son dadas como una verdad a la que uno podría acercarse), eran tildadas por mí de ocupación inocente. Esta incertidumbre en la progresión de la noche me borraba... Por supuesto, traté de convencerme de que escribir, para mí, es algo más que un refugio... Incluso, recordé a alguien que me preguntó para qué publicaba, si no para ser reconocido, pero sentí que era lo mismo que preguntarle a Van Gogh para qué pintaba si nadie compraba sus cuadros. La verdad es que no me siento un escritor. Sólo trato de llenar el espacio vacío del tiempo con algo que transforma lo indeterminado en una forma realizada. Al fin, me dormí. De manera intermitente, Pirrón y Heráclito aparecieron en mis sueños, vagando por las orillas del Paraná. Al despertar, escribí una frase sin pensar que la insertaría en el texto que estoy escribiendo: "Por más que te afanes, con mayor conocimiento extiendes tu ignorancia, no sólo tu saber". El día siguiente fue de pura especulación y sondeo; no salí de mi escritorio hasta que mi mujer me interrumpió para que fuese al supermercado.

Abandoné este escrito sin saber hacia dónde se dirigía, con ostensible fastidio y con rencorosa resignación acepté el encargo. La deplorable situación social justificaba mi restricción en las compras así que demoré muy poco. Al salir, subí a un taxi.

En general viajo en silencio, pero el taxista me inquirió acerca de cómo me había ido con las compras. Respondí que estaba impresionado por el aumento de los precios. Obstinado en romper mi silencio, dijo:

-- No debe ser para tanto, la gente siempre se queja.

-- Cada uno sabe sus posibilidades -repliqué estúpidamente.

Me preguntó a qué me dedicaba y dije: -- Fui docente y ahora estoy jubilado.

-- ¿Por la provincia o por la Nación? -repreguntó.

-- Por la provincia.

-- Ah, bueno -dijo- entonces, ¿qué tengo que decir yo, que soy jubilado por la Nación?

-- Cada cual sabe sus posibilidades -repetí y agregué- Estos gastos, más los servicios.

El taxista comentó que él controlaba perfectamente esos gastos y que lo podía solventar sin mayores problemas. Fastidiado repetí:

-- Cada uno sabe sus posibilidades -y añadí, casi sin pensarlo- También pago mucho alquiler.

-- ¡¿Cómo!? ¿¡No tiene casa propia?!

-- No.

Estaba por decirle que nunca tuve y que se debía a mi ideología anarquista, cuando agregó:

-- ¡Ah, bueno, usted ha vivido en el error!

En ese momento padecí un impulso perverso y, mostrándome fascinado, le dije:

-- Señor, por favor, se lo suplico, dígame su nombre. No sabe cuánto tiempo he vivido esperando un momento como este.

Su mirada en el retrovisor fue de perplejidad. Volví a la carga:

-- Se lo ruego, dígame su nombre.

-- ¿Para qué? -comenzó a tartamudear.

-- Quiero decirles a mis amigos, a la gente que conozco que por fin encontré al portador de la verdad, alguien que puede asegurarme cómo se debe vivir.

Su tartamudeo siguió con un "yo... no sé... quise decir que...". Entonces lo interrumpí y le dije:

-- No, no retroceda, usted no quiso decir, usted dijo -enseguida agregué- Usted debe ser consejero de este gobierno... seguramente.

Su mirada ahora era de estupor. Volvió a balbucear. Entonces esbocé una venganza más perversa todavía. Enfaticé:

-- ¡Jubilado y manejando un taxi! ¿Cuántas horas por día?

-- Todo el día -balbuceó. Pero, sabedor de la verdad, agregué:

-- Usted debe ser discípulo de Sidharta Gautama.

-- No, me llamo Pepe -replicó.

-- ¡Claro! -dije- jubilado y para no estar al pepe, trabaja durante todo el día. En cambio, yo, con mis compañeros jubilados, perdiendo el tiempo paseando por el parque hablando boludeces, de Hegel o de Peirce, de Cassirer o Deleuze, levantándome a cualquier hora, porque me quedo viendo las películas de Sturges, de Siodmak, Monicelli o Altmann hasta la madrugada y después, claro, duermo hasta el mediodía y luego a seguir paveando... La verdad, lo envidio. La gente como usted es la que hace falta en este país.

Como permanecía mudo, me explayé:

-- Yo digo siempre: hay que escuchar a los Etchecopar, a los Fantino, a los Intratables, que son los que saben de todo y tienen la verdad de la política, de la economía, de la jurisprudencia. Ellos deberían tener la prioridad de la educación y no los boludos de los docentes.

Habíamos llegado y al pagarle volví a la carga:

-- Por favor, ¿no me dice su nombre?

Seguía mudo. Entonces, me acerqué a su oído y agregué:

-- ¿Sabe una cosa? Usted tiene razón. ¡No sabe cuántos errores he cometido en mi vida!, pero la verdad... ¡no sabe lo bien que la pasé!

Estaba entrando en mi casa y comprobé que el taxista tardaba en arrancar. Me quedé pensando en mi actitud. No era, no, el fastidio ante la insomne estupidez de otro; era la certidumbre de cómo nos sobrepasa la tentación de un poder cuando podemos ejercerlo. Tal vez, un sesgo de resentimiento que ejercitamos con nuestra propia especie, al participar de un recorrido donde está en juego un modo de existencia insatisfactorio. Un acto de perversión afectado por la conciencia de la mortalidad y el probable sin sentido de la existencia humana.