Los poemas reunidos de Alicia Genovese en La línea del desierto (Gog & Magog) –diez libros desde el primero, El cielo posible, hasta el último inédito, que da título a la colección– son como ventanas abiertas a la emoción. “Irse lejos/ para encontrar lo propio./ Atravesar los cruces/ más cerrados,/ hacer un camino/ por donde solo el viento/ pasa,/ donde se eligen pocas cosas,/ menos, cada vez./ En el lugar impensado/ estará tu corazón/ olfateando con hambre/ una casa sin puertas”, dice la voz poética de “Diario de viaje”. El desplazamiento geográfico desde la zona Sur al Norte –de Lomas de Zamora, donde nació, a Lavallol, después Banfield, las pensiones en la ciudad y luego el viaje a Estados Unidos– se podría condensar en un estribillo tal vez un tanto punk que escribe la poeta que quería ser como Patti Smith: “Todo lo que viene se va/ todo lo que empieza se deshace”.
El itinerario que propone la poesía reunida se inicia con el excepcional poemario inédito, La línea del desierto, que da nombre al volumen, para continuar con los libros en orden cronológico: El cielo posible (1977), El mundo encima (1982), Anónima (1992), El borde es un río (1997), Puentes (2000), Química diurna (2004), La hybris (2007), Aguas (2013) y La contingencia (2015). “Todos los libros, cuando uno los lee, impresionan un poco como objetos. Pero este me pegó muy fuerte, es una sensación mucho mayor. Todavía estoy aprendiendo a mirarlo porque mi primer libro lo escribí a los 20 años, entonces es muy difícil volver a mirarse desde esa perspectiva”, advierte Genovese en la entrevista con PáginaI12.
–¿Por qué en el inédito “La línea del desierto”, aparece la geografía de Estados Unidos?
–Yo estuve en Estados Unidos entre 1985 y 1990. Vivir en Estados Unidos significó para mí muchas cosas, primero porque no estaba preparada para vivir en otro país. Hay gente que desde la infancia ya aprendió otro idioma y ya sabe que puede viajar, pero no fue mi caso. Una conjunción de circunstancias azarosas –mi pareja de entonces tenía una beca en una universidad– hizo que me fuera a vivir al principio a Boston y después en Florida, en Gainesville. Y fue un golpe muy fuerte porque yo llegué sabiendo muy poco inglés y con una idea bastante idealizada de que iba a aprender. Y me costó muchísimo adaptarme y vivir en otra cultura. Por suerte, conseguí enseguida una beca para entrar en la universidad y ahí empecé a tener otra vida.
–¿Qué impacto tuvo la sensación de extranjería?
–Yo nací en el conurbano, en una casa sin libros, y el acceso a la cultura ya significó una cierta extranjería. Entonces empecé a hacer cosas que no estaban previstas en el horizonte de expectativas. Yo entré a una escuela secundaria muy importante de la zona sur, que me abrió las puertas de todo, y como yo era buena alumna sorteé un montón de vallas. Esto me colocó en un lugar distinto. El hecho de haber vivido en Estados Unidos es otra faceta de la extranjería más literal. Cuando llené la primera planilla para entrar a Estados Unidos, yo puse raza blanca y lo tacharon y pusieron raza hispana. Ese fue el primer golpe: sigo siendo una negrita del conurbano. En otro aspecto, el viaje fue luminoso porque fue un encuentro con el paisaje. Yo estudiaba y trabajaba en la Universidad de Brandeis, que queda como a una hora de Boston, y de ahí iba muy seguido a la laguna de Walden, cerca de donde está la cabaña de (Henry David) Thoreau. Y empecé a leerlo y me di cuenta de todo lo que pasaba en esos bosques.
–¿Por qué aparece tanta agua en su poesía?
–Eso tiene que ver con el tiempo en que viví en Florida, una península cruzada por el agua, por los ríos, manantiales, lagos... Cuando volví de Estados Unidos, me fui al Delta porque sabía que tenía que encontrar un lugar para mí; después compré un terreno y ahora tengo una casita. En toda mi poesía aparece siempre el agua. Alguien me decía que yo había escrito Aguas y La línea del desierto, que son como libros opuestos. Y yo creo que son complementarios. En Aguas hay un verso que dice: “El desierto no es la nada/ es lo dejado por el agua”. Si uno piensa en la imagen del desierto de ese modo, lo puede ver como algo distinto, pero que parte de lo mismo.
–¿Necesitó irse lejos para encontrar lo propio, como plantea en el poema “Diario de viaje”?
–Sí. Hay una cuestión del origen, que yo fui negando, para poder seguir mi deseo. Ir a Estados Unidos me hizo verme como quien era: una chica un poco provinciana. Estar en una cultura tan distinta te hace constantemente ver quién sos. La búsqueda de lejanía tiene que ver con la creación poética. Para escribir hay que alejarse; “paren todos los ruidos para escuchar ese grillito que me hace volver a mí”, que es lo que me pasa en el Delta. Yo siempre tuve esa necesidad de lejanía, desde que me convertí en lectora, en un hogar donde no se leía. Yo tenía que buscar un rincón para leer y que mis padres no se preocuparan, porque ellos se preocupaban y me preguntan: “¿qué hacés ahí? ¿te pasa algo?”. A veces me encerraba a leer en el baño. Esta necesidad de lejanía permite encontrar la voz propia de la manera más elemental, desde ese lugar primigenio donde uno escucha lo que quiere ser o hacer.
–En La línea del desierto en un momento la voz de uno de los poemas dice “mi madre ha muerto”. En “Química diurna” un poema termina así: “No moriremos con gloria/ son los noventa/ y todas las catástrofes/ parecen personales”. ¿Cómo aparecen los materiales autobiográficos en sus poemas?
–Lo autobiográfico aparece constantemente. En el final del poema que menciona estoy en un acto escolar de mi hija y no puedo cantar el Himno. Toda mi poesía está ligada a etapas de mi vida, pero al mismo tiempo mi poesía las trasciende. Hay largos poemas como “Camino Negro”, que no sabía que iba a ser tomado por la figura del padre. Sin embargo, empieza por los agujeros negros y por el camino negro por donde siempre tengo que pasar, adonde siempre tengo que volver. En general me aparece una imagen y la voy siguiendo. En “Camino Negro” la imagen del padre arma todo. En el libro Puentes es la transmisión que yo quiero hacerle a mi hija de dónde vengo yo. Ahora estoy leyendo un libro de (Andrei) Tarkovsky, Esculpir en el tiempo, y él decía que cuando un artista crea una imagen supera su propio pensamiento, es decir que la captación emocional del mundo a través de esa imagen le va revelando al propio creador cosas del mundo y de sí mismo. Yo me sentí identificada, aunque él se refería a la imagen cinematográfica. El cine de Tarkovsky es muy próximo a la poesía, con esa detención que tiene, con esa lentitud, con ese no importa lo que viene, ya va a venir.
–¿Qué importancia tiene la escucha en su poesía?
–Siempre estoy pendiente de las palabras. Me gusta oír las conversaciones en el subte, en el colectivo, en un bar, y voy captando tonos. Yo identifico a las personas por los tonos que usan porque los tonos hablan más de las personas que lo que dicen. Hay gente que es muy limitada con el lenguaje, pero tiene tonos que son conmovedores, inmediatamente afectuosos. Hay gente que arma mundos perfectos con sus palabras, y sin embargo el tono es lejano. Y esto corre también para el plano social y político. Prefiero ir a las movilizaciones y no mirarlas por la tele; escuchar desde ahí adentro lo que pasa y no esperar que me lo cuenten.
–A propósito de ir a las movilizaciones, en un viaje a México termina en una manifestación a favor del Subcomandante Marcos, marchando y participando como una más, ¿no?
–Sí, pero fue azarosamente porque yo iba a hacer un paseo turístico en ese tren a Xochimilco. Y empecé ver mucha gente que subía y le pregunté a una señora adónde iban. “Habla Marcos”, me dijo y empezó a subir cada vez más gente y estábamos todos apiñados. “¿Adónde van?”, le pregunté y ahora no recuerdo la estación, pero bajé y fui con ellos. Había que caminar bastantes cuadras y llegué a una especie de Jardín Botánico, un gran espacio verde, y me fui acercando y quedé muy impactada. En la marcha vi aztecas y toltecas, a los que no me cansaba de mirarlos. Lo vi de lejos a Marcos, lo escuché y vi el fervor popular hacia ese líder. Por suerte no había seguido el viaje que tenía planeado hacer. Yo creo que en los desvíos que uno hace está el viaje.
–En uno de los poemas de “El cielo posible”, fechado en mayo de 1975, define a las palabras como “las prostitutas suicidas que no alcanzan”. Tenía 22 años entonces. ¿Cómo explica ese escepticismo?
–Yo creo que tiene que ver con la época. Vivía sola en una pensión en San Cristóbal, sobre la calle Solís, y tenía que bancarme. Yo empezaba a trabajar en periodismo, que era lo que quería hacer en esa época. Después conseguí un trabajo fijo en Prensa Latina. Me parece que eso que lee está impregnado de un sentimiento de época. Yo nunca fui escéptica, sino más bien optimista dentro de las pocas posibilidades que había. Era un invierno muy crudo y varios amigos me preguntaban si tenía calefacción en la pensión. Y no tenía. Me había comprado una garrafita con una hornalla, donde me calentaba una sopa o me hacía un té, entonces la prendía y con eso calentaba la habitación. Y me acuerdo que un pibe me dijo: “Yo no puedo creer cómo podés vivir así”. Para mí era un paraíso vivir ahí porque además era una casa muy antigua, muy bonita. Yo no era una melanco...
–¿Cómo fue la experiencia de escribir poesía durante la dictadura?
–Lo que viví fue un quiebre muy grande en cuanto a las relaciones. En el 74, en el 75, había empezado a vivir sola en el centro de Buenos Aires y para mí era una fiesta andar por la calle Corrientes. La apertura a la literatura venía de los consejos de amigos que me decían que tenía que leer. Alguien me dijo que por lo que escribía tenía que leer a (Pedro) Salinas. Otro me recomendó a (Roberto) Juarroz. En ese momento fueron dos poetas importantes para mí, aunque nunca los volví a releer. Yo tenía una reacción a la poesía política y panfletaria que me rodeaba y la gente que estaba conmigo también, a pesar de que todos teníamos un compromiso político importante. Pero no entrábamos en ese tipo de poesía tan fácil en un momento en que todo el mundo sacaba un panfleto y decía que era un poema. Quizá esas lecturas, la de Juarroz y Salinas, eran una especie de contrapeso. En ese momento también leía a (Juan) Gelman muchísimo. En ese verso que menciona de las palabras como prostitutas suicidas yo lo escucho a Gelman. En el 76, yo seguía trabajando en Prensa Latina, un lugar muy visualizado por los servicios. No se podía andar por Corrientes porque estaban las razias... Apareció el miedo. De hecho, yo me tuve que ir de la pensión en la que estaba en San Cristóbal porque habían ido a preguntar por mí, cuando yo no estaba. No sé si fue por mi trabajo en Prensa Latina o porque pude haber estado en la agenda de alguien que cayó.
–Le devuelvo unos versos a modo de pregunta: ¿Por qué “la escritura no vuelve transparente un agujero negro”?
–Ya en esa época estaba pensando en conceptos que luego desarrollé teóricamente en un libro de ensayos donde hablo de transparencia y opacidad en la poesía. La poesía es opacidad que tiene zonas transparentes para no ser ilegible. La opacidad es algo que no puede traducirse más que como se escribe; es una zona de mayor espesura del texto, donde uno dice y a la vez no sabe lo que está diciendo. En la zona opaca en apariencia uno ve algo, pero si frotás un poco ves otras cosas, ves un costado. Si frotás otro poco, ves el otro costado. O sea, es una zona maravillosa. Cuando uno encuentra esa zona, encuentra el poema, porque es cuando el poema se revela. Ahí el poema te revela algo que no conocías. Cuando llegás a la zona opaca, el poema te empieza a hablar: mirá lo que tenías y no sabías.
–La idea de transparencia, de que la escritura tiene que mostrarlo todo, quizá sea un poco romántica. La opacidad, en cambio, trabaja más con la idea de que hay zonas hasta donde se puede llegar y después el resto es un misterio, una zona peligrosa o un límite.
–Es un “no puedo decir más que esto”. El peligro nos llama; si me dicen esta es una zona de peligro, yo voy para ver qué hay (risas). El desafío en la escritura me encanta. Pero cuando aparece el hasta acá llegué, “no puedo decir más que esto”, ahí abandono la zona opaca. En cuanto a la transparencia yo la relaciono más con los discursos de la comunicación. Nos movemos en zonas transparentes porque necesitamos comunicarnos, y creo que tiene que ver con mi pasado en el periodismo. De venir de una nebulosa donde decía cosas medio poéticas, de pronto me decían: “Esto no se entiende; acá me ponés sujeto, verbo y predicado” (risas). Entonces yo respondía a esa exigencia.
—”Yo quería ser/ una estrella de rock and roll/ pero no me dio/ la voz”, se lee en el comienzo de “Poema para abrir o cerrar un recital”. ¿De verdad quería ser como Patti Smith?
–Sí, ese poema empezó con esos versos, lo escribí después de un recital de Patti Smith. Yo estaba en Nueva York y una poeta amiga me invitó a ver el recital en el auditorio de una escuela secundaria. Escucharla me produjo de todo... cuando Patti veía que al principio no reaccionaban, empezó a decir: “esto no sigue eternamente”... El recital terminó con todos parados, pero al principio estábamos sentaditos, tranquilos. Y la verdad es que cuando salí de ahí me di cuenta de que más que poeta yo quería ser Patti Smith. Pero canto tan mal... (risas).