Desde Paraná
El ex arzobispo de Paraná y actual cardenal emérito, Estanislao Esteban Karlic, y el actual arzobispo, Juan Alberto Puiggari, aparecen entre las sombras de la lupa judicial con lo surgido durante el juicio contra el sacerdote Justo José Ilarraz, condenado a 25 años de prisión por corrupción de menores. Ambos formaban parte del entorno de Ilarraz y podrían ser considerados como “elementos facilitadores”, tal como definió el tribunal.
El sacerdote Justo José Ilarraz había confesado sus crímenes. Lo hizo mucho antes de que la justicia comenzara la investigación que hace unos días concluyó con su condena. Lo hizo ante el arzobispo de Paraná, Estanislao Esteban Karlic, hoy cardenal emérito.
Para la justicia, Karlic es uno de los eslabones en la cadena de silenciamiento y encubrimiento, aunque no el único. Hubo, dicen los jueces, un “elemento facilitador” para que Ilarraz cometiera los abusos y ese fue “la posición asumida por sus superiores y pares actuantes al tiempo de los hechos”.
El cura Ilarraz fue condenado a 25 años de prisión por cinco hechos de corrupción de menores y dos hechos de abuso deshonesto ocurridos entre 1988 y 1992 en el Seminario Arquidiocesano de Paraná, donde se desempeñaba como prefecto de disciplina y guía espiritual. Ese día, el 21 de mayo, el Tribunal de Juicio y Apelaciones también revocó la excarcelación del sacerdote y dispuso su inmediata detención aunque bajo la modalidad de arresto domiciliario hasta que la sentencia quede firme.
El tribunal consideró que los abusos “fueron el producto de una conducta o plan premeditadamente concebido (por Ilarraz), reiterado a lo largo del tiempo con matices semejantes” y cuyo objetivo no era sino “abusar de los indefensos menores a su cargo, en pos de satisfacer sus desviados deseos o instintos sexuales”.
Sin embargo, no es Ilarraz el único responsable. Los jueces Alicia Vivian, Carolina Castagno y Gustavo Pimentel hicieron hincapié en el silenciamiento y el encubrimiento que hubo de parte de la jerarquía católica, “ya que sin su omisión el acusado no hubiera podido cumplir sus designios delictivos con la libertad e impunidad con que lo hizo”, según lo consignaron en el fallo que se conoció íntegramente el viernes.
El tribunal destaca que hubo tres factores que “facilitaron” los abusos de Ilarraz: la estructura organizativa y la educación que se impartía en el Seminario Arquidiocesano de Paraná; la posición funcional que ocupaba Ilarraz; y la conducta de sus superiores y pares. Esa aseveración deja planteado que hubo una complicidad de todas las estructuras de la Iglesia que favorecieron a que el sacerdote cometiera los abusos.
Ahora bien, ¿quiénes eran los “superiores y pares” de Ilarraz? Karlic era la máxima autoridad de la Iglesia entrerriana; el presbítero Luis Alberto Jacob era rector del Seminario; Andrés Emilio Senger era prefecto de disciplina para los alumnos del ciclo medio y superior; y Juan Alberto Puiggari, actual arzobispo, también era prefecto de disciplina pero para alumnos de los primeros años del secundario. A todos ellos, en algún momento, mientras estaban en el Seminario, las víctimas les contaron de los abusos de Ilarraz.
La postura asumida por la cúpula de la Iglesia, dice el tribunal, “coadyuvó como elemento facilitador del plan de Ilarraz (...) ya que sin su omisión el acusado no hubiera podido cumplir sus designios delictivos con la libertad e impunidad con que lo hizo”.
Esas “omisiones” consistían en permitirle a Ilarraz desempeñar “conductas no compatibles con las modalidades del régimen disciplinario del Seminario”, tales como la realización de viajes con alumnos en el período escolar; dispensar un trato discriminatorio entre aquellos alumnos que consideraba sus preferidos y el resto; las demostraciones de cariño que manifestaba hacia los menores; o la alteración del orden disciplinario. De hecho, los denunciantes contaron ante la justicia que Ilarraz abusaba de ellos en el dormitorio que ocupaba en el Seminario, en un departamento que tenía en el centro de Paraná o en diversos viajes de campamento en lugares como Córdoba y Bariloche.
En el juicio, por ejemplo, Jacob admitió que “en la habitación de Ilarraz siempre había un grupo pequeño de chicos que estaban más en contacto con él; se le advirtió de ese tema del grupo, pero no se hizo un cambio”; y Senger, en la declaración que dio en la instrucción, dijo que “Ilarraz a menudo se encerraba con llave en su cuarto con los chicos del Seminario Menor, con un solo seminarista o con varios, lo llamativo era que ponía llave”.
¿Pudo no haberlo advertido Puiggari, que tenía su habitación pared de por medio con la de Ilarraz? Es una pregunta retórica.
Hubo otros sacerdotes menos locuaces. El tribunal resaltó, sin individualizar, que algunos “se presentaron muy nerviosos, rígidos en sus posturas, con muy escaso lenguaje gestual, incómodos, reticentes y con llamativa falta de memoria” y otros apelaron a la muletilla del “no recuerdo” de manera recurrente “para evitar responder las preguntas de las partes”.
El caso que terminó con la condena de Ilarraz había sido expuesto en septiembre de 2012 por la revista Análisis; pero mucho tiempo antes, en 1996, hubo una investigación diocesana que se inició a partir de la denuncia promovida por tres seminaristas que luego también expusieron sus padecimientos ante la justicia. Karlic y Puiggari manejaron internamente el caso, junto con el abogado canónico Silvio Fariña Vaccarezza, e Ilarraz terminó confesando los abusos, pero no recibió ningún tipo de sanción, salvo por un viaje de estudios a Roma, la prohibición de regresar a Paraná y un impedimento de acercarse a las víctimas. Por lo demás, todos sus “pecados” le fueron perdonados por Karlic. Mientras tanto, Puiggari les decía a las víctimas que fueran al psicólogo y que rezaba por ellos.
Karlic y Puiggari, que dieron testimonio por escrito en el juicio, no pudieron explicar por qué no llevaron el caso a la justicia.
“El hecho que los superiores del acusado, sus pares y el resto de los sacerdotes que se encontraban en el Seminario (...) consintieran que Ilarraz fuera profesor, prefecto disciplinario, director espiritual y confesor de los menores, lo cual ocurría a la vista de todos ellos, constituye incluso para un lego una situación incompatible con la formación sana en mente y espíritu, por ende, reprochable, en aquellos que estaban obligados, ya sea como responsables directos o indirectos, de la educación y formación como personas y futuros sacerdotes de esos niños”, resaltaron los jueces en otro tramo del fallo.
Hay un dejo de ironía también cuando señalan los jueces que “los sacerdotes, confiados en un pensamiento mágico, podían creer que con negar o con no admitir, el monstruo del pecado desaparecía, (y) con ello no hicieron más que cimentar las bases para que ese monstruo actuara”. En lugar de ello, hicieron que “la misión de la Iglesia de ofrecer y proteger el marco y ambiente adecuado para el desarrollo integral de la persona humana, en el caso los niños, no se cumpliera; como así también que los bienes jurídicos, que la sociedad ha decidido proteger, es decir, el derecho de los niños a un desarrollo sano de su personalidad e integridad sexual, se viera fatalmente lesionado”.
En ese contexto, con esa actitud, los “superiores y pares” de Ilarraz le permitieron “que llevara adelante sus actos aberrantes, y posibilitaron que aquellos infantes, hoy adultos, se mantuvieran sumidos en una culpa que en manera alguna tenían, y en un estado de sufrimiento y vivencia permanente que los condenó para toda la vida, al habérseles negado el derecho humano a ser niños y adultos sanos”.
Lo curioso es que así como son contundentes las aseveraciones del tribunal respecto de la responsabilidad que tuvieron las autoridades de la Iglesia, laxo es el reproche que les hacen y que no va más allá de un llamado de atención.