Campeón o nada. Con ese mandato exasperante, bajado por millones de hinchas argentinos y reproducido por algunos sectores exitistas del periodismo, la Selección de Jorge Sampaoli encara en Bronnitsy, la última semana previa a su debut en el Mundial de Rusia, el próximo sábado ante Islandia en Moscú. Ninguno de los 31 seleccionados restantes, ni siquiera Alemania, Brasil, España o Francia, a priori los máximos candidatos al título, afrontan tan desmesurada presión. Acaso porque ninguno de ellos, también, perdió tres finales consecutivas. O porque no es posible soñar otros sueños cuando el mejor jugador del mundo, Lionel Messi, está de nuestro lado.
Llegar otra vez a la final del domingo 15 de julio en el estadio Luzhniki de la capital rusa y volver a perderla, resultará insoportable para gran parte de la sociedad futbolística argentina. Ni hablar si hay que bajarse antes, en la fase de grupos, en octavos o en cuartos. La Selección que capitanea Messi y dirige Sampaoli ha sido condenada al éxito de antemano. Por menos que eso será mandada a arder en los altares del resultadismo. Y reaparecerán los viejos clichés. Esos que califican de “pecho frío” y “perdedora” a una generación que lleva más de 10 años arañando la gloria sin poderla alcanzar.
Sólo la imagen triunfal de Messi alzando la Copa del Mundo en Moscú indultará todo lo previo. Quedarán reducidas al ínfimo tamaño de una anécdota la foto de Cristian Ansaldi y su mujer en el yacuzzi, el día y medio de franco concedido por el cuerpo técnico el fin de semana pasado, la cancelación del inapropiado amistoso con Israel y sus consecuencias diplomáticas y las lesiones de Sergio Romero y Manuel Lanzini. Como así también el caótico recorrido por las Eliminatorias y los tres técnicos que en los últimos cuatro años estuvieron al frente de la Selección. Nadie se acordará de nada a la hora del festejo y la exaltación nacionalista. Todos querrán correr a abrazarse y a celebrar y muchos se golpearán el pecho reclamando su cuota parte a la hora de la gran victoria.
Pero si eso no sucediese, si Argentina no pudiera volver a mirar al mundo del fútbol desde lo más alto, como lo hizo en 1978 y 1986, muchos apuntarán los índices cargados de furia hacia Messi, Mascherano, Higuaín, Sampaoli, Chiqui Tapia o cualquier otro blanco móvil. Se empezará a hablar en voz alta de lo que se habló en voz baja y costosas facturas pasarán a cobrarse en efectivo rabioso. Desde posiciones diferentes, hay demasiados oportunistas que están esperando a la Selección. Si sale campeón mundial, para subirse al tren y emborracharse con la gloria que se supo conseguir. Si no sale, para hacerle sentir el rigor de las peores críticas.
En cierta manera, no tiene costos salir a pegarle a Sampaoli. Ningún hincha pondrá la cara para defenderlo porque nunca dirigió un equipo de primera. Y su política de comunicación tampoco ha colaborado para sumarle adeptos. No le da notas mano a mano a los grandes medios, en las esporádicas conferencias de prensa que da, su lenguaje futbolero es intrincado y escasamente seductor y sólo habla bajo estricto compromiso de reserva, con un grupo selecto de periodistas que traducen en público, lo que él dice en privado.
Además, Sampaoli es contracultural: fue a la residencia de Olivos a conversar de fútbol con Mauricio Macri y saludó amablemente al presidente de la Nación cuando estuvo en Ezeiza para despedir a la Selección. Pero sus elecciones personales van por otros lados: escucha a los Redondos, va a ver shows de rock, es amigo de Patricio Fontanet (el cantante de Callejeros) y está muy cerca de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, a las que les regaló un televisor LCD, la última vez que almorzó con su presidenta, Estela de Carlotto. Para muchos, ese combo resulta indigerible. Quisieran verlo lo más lejos posible de la Selección. Hoy mismo si de ellos dependiese. Y operan en consecuencia.
Si tuviera dos laterales que pasaran al ataque como flechas, dos centrales que sacaran bien jugada la pelota desde el fondo (más allá de los visibles progresos en esta materia de Nicolás Otamendi) y volantes con más despliegue y recorrido capaces de gestar fútbol en cualquier sector de la cancha, Sampaoli dormiría más tranquilo y el genio de Messi estaría mucho mejor interpretado. Pero no los hay en el fútbol argentino. Por eso, a seis días nomás del estreno, sigue mirando y probando. Se lo entiende: Menotti, Bilardo, Basile, Passarella y Bielsa tuvieron cuatro años para ver y ensayar. Pekerman, Maradona y Sabella, dos. Sampaoli tuvo que hacer todo de prisa: en apenas 12 meses debió construir su Selección y bajarle su idea de juego. Tal vez, la tarea todavía no haya llegado a su fin.
Por eso, el camino que se comenzará a recorrer el sábado ante Islandia será duro y escarpado, repleto de obstáculos. Sampaoli necesitará pulso firme, ideas claras y a Messi con las luces altas para guiar a la Argentina rumbo al tercer título mundial de su historia, la única meta que le será admitida. Cualquier final diferente será catalogado como el peor de los fracasos.