En el comienzo de la fotografía, fue el blanco y negro. En el comienzo, hay una imagen, tomada desde lo alto, en una ciudad semivacía. Arriba, una autopista cruza en diagonal; abajo, el cemento diseña un extraño mecanismo hecho de veredas irregulares, líneas blancas para el cruce peatonal, semáforos, luces, indicaciones de tránsito; más abajo, un hombrecito se escapa de la imagen por el borde inferior, caminando ligero y con los ojos bajos. Tomada en Boston, en los años ochenta, la fotografía habla de la ciudad y también de la mirada –y de su lento descenso en la obra de Alberto Goldenstein, hasta llegar casi a ras del suelo en las coloridas tomas de Miami–. Habla de cómo y de qué mirar en una ciudad: salidas traseras de restaurantes, la tipografía de ciertos carteles obstinadamente norteamericanos, el cambalache de vidrieras que reúnen un jarrón chino, un perrito de porcelana y un busto de Elvis. Y también de la vida que producen sus interiores, esos departamentos pequeños que mueven a habitar las terrazas, a sentarse en los marcos de las ventanas, a buscar algún lugar que permita estar adentro y afuera a la vez. Conectadas por la impronta del viaje –del desplazamiento, de la extranjería, pero también de la transformación y el aprendizaje–, las fotografías de Boston entreveran los hilos de diferentes historias: la personal, la de la técnica fotográfica, la de la composición visual y la de las ciudades.
En la historia personal, son el primer capítulo de un relato que podría llamarse “Cómo me hice fotógrafo”: el joven de veinte años que se forma como fotógrafo afuera y vuelve ansioso de encontrar su lugar en el mundo (del arte). Justamente por eso, el regreso de Goldenstein al país es un regreso a lo absolutamente local: no a los lugares fáciles y “exportables” de la “argentinidad” –el gaucho, el mate o la vida rural–, sino a esa trama hecha de cuerpos, afectos y goces que se dan, por momentos, en el revés de la cultura oficial del consumo neoliberal del menemismo. De vuelta en Buenos Aires, saca una serie de fotos que hacen de la noche porteña, del underground de los años noventa, un tema y a su vez una forma. Hay gente charlando, besándose, fumando, encontrándose en espacios públicos, como el bar Bolivia, pero también en casas. Hay habitués de la noche y personajes reconocibles como el fotógrafo Alejandro Kuropatwa charlando con Roberto Jacoby, o el pintor y escultor Pablo Suárez levantando pesas sin abandonar jamás el cigarrillo. Son imágenes sacadas con la luz que habilita el lugar, tomas cortadas donde la cara del personaje quizás queda fuera de cuadro o resulta interrumpida por la mano de alguien. Son autorretratos torcidos en la era preselfie, imágenes de un habitué de la movida nocturna, con anteojos negros para estar adentro y sumergido en un gentío de espaldas. Se trata ahora de fotos que recuperan cierta voluntad de mirar a la propia tribu –cierta sensibilidad como la que incentivaba, por ejemplo, a Nan Goldin– y que nos hacen sentir dentro de la imagen y parte de ella, rodeados de amigos, padres, amantes, bares y ceniceros.
Goldenstein mantiene esa mirada incluso cuando deja la instantánea y la foto de la movida under para hacer foco en los individuos. Toma así una serie de retratos que muestra en el Centro Cultural Rojas, en 1993, con el título El mundo del arte. Las reglas de producción de estas imágenes son persistentes: el retratado ocupa el centro del cuadro y posa en un entorno que, en términos de sentido, es tan importante como el personaje. Marcelo Pombo, con una camisa hawaiana fuma contra un fondo de baratijas, en una composición tan chillona como el pop argentino de su obra; María Moreno, autora y reconocida feminista, posa para el fotógrafo delante de los repetidos lavarropas de un laverrap de barrio.
Hay en esos retratos una ironía leve y un poco pícara. Por ejemplo, en la imagen de Omar Schiliro ante una vidriera atiborrada de lámparas y abanicos de pretensiosa elegancia, se evocan los objetos decorativos que fabrica el artista, hechos de plástico y en colores pasteles, objetos que podrían calificarse como kitsch pero que, más que instalarse con comodidad en el adjetivo, cuestionan el dudoso “buen gusto” de esas lámparas doradas con cuentas de cristal o vidrio que se ofrecen. Hay un hacerse cargo de la distancia que separa la pieza de arte y el objeto decorativo, el objeto “fino” y la baratija, pero también un subrayado del impulso institucional o hermenéutico que borra esas mismas diferencias.
Goldenstein sostiene una mirada divertida con la construcción del personaje del artista, como un collage entre una obra y una pose; es decir, como resultado de una narrativa personal y pública, o un modo de habitar el mundo del arte (o el mundo en general).
La última década del siglo XX fue un período de puesta a prueba de las recetas neoliberales, una fiesta corta de derroche new rich y de ilusoria inscripción en un mundo de riqueza global, cuyas consecuencias revelaron toda su crudeza durante la crisis económica del 2001. En ese contexto, en el que el neoconceptualismo se consolidaba como lenguaje estético global y “superador” del formalismo, la abstracción y los regímenes de autonomía estética, surge una sensibilidad que puede localizarse alrededor del Centro Cultural Rojas, pero que permea muchos otros proyectos personales y grupales. Jorge Gumier Maier, artista y curador del espacio de arte del Rojas, se refiere al “modelo curatorial doméstico” como principio de atracción de una serie de obras e intervenciones.
Esto, que también encuentra resonancias en otras propuestas, la opulencia trash –en las ambientaciones de Sergio De Loof– o la alegría de entrecasa –en Belleza y Felicidad, la galería–librería–editorial y espacio de fiestas fundada por Fernanda Laguna, Cecilia Pavón y Gabriela Bejerman–, se va perfilando en Goldenstein como una estética denotativa y plebeya.
Un pato blanco sobre un fondo negro; una reproducción de alguna estampa clásica, enmarcada y colgada –torcida– sobre un empapelado con flores; un perro en la vereda de un edificio vidriado: imágenes de algo banal, cotidiano, tan sencillo como el mundo. Fotos que, en su prudente denotación, producen un efecto similar al de la naturaleza muerta: nos dejan un poco mudos, un poco asombrados y declaran cierta alerta del sentido. Provocan dudas: ¿lo que vemos es eso –un pato, un perro, un cuadro torcido– o hay alguna otra cosa, algún “discurso” –social, político, histórico– que calme la ansiedad hermenéutica? El ansiolítico más recurrente anda siempre por zonas linderas al kitsch, pero la cámara de Goldenstein se ubica tan lejos de la sátira sajona de Martin Parr, para citar un ejemplo emblemático, como de la ironía globolocal de Marcos López, para citar otro. Sus imágenes no se alejan, con crueldad o elegancia, de lo que observan; tampoco sostienen ese regodeo –más o menos cínico– por lo barato que marca la pasión filo-kitsch.
* Doctora en Literaturas Romances por la Universidad de Princeton. Investigadora del Conicet y docente de la Untref. Fragmento inicial del ensayo incluido en el libro Goldenstein, de próxima aparición, en el que se revisa la obra del artista desde los años ochenta hasta la actualidad, y que cuenta también con un texto de María Gainza.