Aun para quienes no la vivieron en tiempo y lugar, la historia del Swinging London es bien conocida. Fue la década y la ciudad en la que The Beatles y The Rolling Stones encabezaron un tsunami cultural que tuvo otros exponentes bastante inspirados en The Who, The Kinks, Tne Animals, Pink Floyd y Soft Machine. Fue la era en la que Carnaby Street y King’s Road fijaron la moda, con la minifalda de Mary Quant como gran símbolo; la era en que Radio Luxemburgo, la BBC One y luego las emisoras piratas montadas en barcos se encargaron de difundir lo que estaba sucediendo; el momento en que el bombín de John Steed y los ojazos de Emma Peel sintetizaron una TV con nuevos códigos. La posguerra era cosa del pasado: los pibes querían divertirse.
Pero para algunos la diversión se conseguía no a través de una carrera artística sino de una trayectoria criminal. Porque los sixties fueron también la era de los gemelos Kray, convertidos a su manera en popstars de la época, en la cumbre de un poder paciente y violentamente construido desde la década anterior. Ronald y Reginald, Ronnie y Reggie, los capos del East End: pocas cosas ilegales escapaban al control de los Kray, que en su night club Esmeralda’s Barn se paseaban con elegancia y se codeaban con políticos y personalidades del espectáculo posando de respetables ciudadanos... aun cuando todo el mundo sabía que sus actividades nada tenían de respetables. Si Estados Unidos tenía a Al Capone y Meyer Lansky, Gran Bretaña tenía a los Kray, unos mafiosos más cool pero igualmente letales.
Curiosamente y más allá de las menciones ocasionales en diferentes películas, la historia de los hermanos fue llevada al cine de modo tardío. En 1990, Peter Medak hizo un repaso de infancia, crecimiento, ascenso y caída del dúo, con la curiosidad de tener a los Spandau Ballet Gary y Martin Kemp como protagonistas; desde la cárcel en la que pasaron sus últimas tres décadas de vida, los gemelos reales dijeron “odiar” el retrato, sobre todo en lo que hacía a su madre Violet. En 2015, el director independiente Zackary Adler lo intentó de nuevo con The Rise of the Krays (“El ascenso de los Kray”), pero tuvo la mala suerte de conseguir el financiamiento cuando Studio Canal, Cross Creek y Working Title habían cerrado un acuerdo de distribución con Universal Studios para su propio proyecto. Para colmo, un proyecto con nombres como Tom Hardy –que venía de descoserla como Bane en El caballero de la noche asciende y en la nueva versión de Mad Max–, el siempre eficiente David Thewlis y Chazz Palmintieri. Y con Brian Helgeland, guionista de L.A. Confidential y Río Místico, responsable de Corazón de caballero, en el sillón de director.
Como era de imaginarse, Leyenda terminó haciendo algo más de ruido... aunque no tanto. Pasó por los cines argentinos sin pena ni gloria (ni siquiera figuró entre las primeras 25 de la taquilla de 2016). Los Kray, que murieron en 1995 (Ronnie) y 2000 (Reggie), obviamente esta vez no opinaron. Pero el film acaba de ser incorporado a la plataforma Netflix, y con ello abre la posibilidad de, por una vez, darle play a algo que no sea una serie, y de paso dejarse llevar a una Londres irrepetible.
Legend no pierde el tiempo en contar cómo esos dos inadaptados se convirtieron en monarcas de la ciudad. Cuando se enciende la pantalla, Reggie ya es un tipo encumbrado y temido, que está sacando a su por demás inestable hermano de un psiquiátrico. En ese primer intercambio queda patente la principal virtud del film de Helgeland: el mismo Hardy, que se encarga de ambos papeles y se las arregla para inquietar con facetas bien diferentes. Reg es un galán seductor, aunque su único interés es la bella Frances Shea (Emily Browning, alguna vez vista en esa cosa inclasificable conocida como Sucker Punch); a Ron solo lo mantienen a raya –y hasta ahí nomás– sus pastillas, siempre con un parlamento indescifrable y paranoico a flor de labios y una mirada de esas que hiela la sangre, especialmente en una inolvidable ronda de reconocimiento. A ambos el actor consigue dotarlos de una diferente aura de peligrosidad, de temperamento siempre al borde del estallido: más que una película, por momentos Leyenda parece un show solista de Tom Hardy.
Pero afortunadamente hay más en el film de Helgeland, pasajes que justifican la elección en la abigarrada oferta de la plataforma de streaming. Hay una escena memorable en que los dos mafiosos, al cabo hermanos varones, se dan una paliza mutua en su propio bar que incluye botellazos y agarradas de huevos, con los integrantes de su banda como resignados espectadores. Hay una perturbadora parodia de juicio en el depósito de sus rivales, los Richardson. Hay una subtrama dedicada al caso de Lord Boothby, un político conservador que fue escandalosamente expuesto por el tabloide Sunday Mirror al filtrarse sus fotos en un festín gay de Ronnie... y que se salvó del escarnio de los laboristas porque en la misma fiesta estaba su parlamentario Tom Driberg. Browning, que en Sucker Punch es poco más que una muñequita, consigue en su Frances desarrollar con convicción las diferentes etapas de deslumbramiento, desencanto, embotamiento con pastillas y una fría desesperación final. Por razones que no conviene revelar a quienes desconocen la historia de los Kray, su rol de narradora es algo discutible, pero no anula el sentido del personaje.
Y por allí aparece también una figura clave, porque si Legend inicia con los gemelos en la cumbre de su poder es también el relato de su caída. Christopher Eccleston, una de las desafortunadas puntas del triángulo amoroso–criminal en la ya lejana Tumbas al ras de la tierra, es aquí Leonard “Nipper” Read, el policía que intenta la quimera de meter presos a los Kray en un sistema plagado de policías, jueces y políticos corruptos y a sueldo de los hermanos. El estoicismo con el que Nipper soporta el gaste inicial de Reg Kray es inversamente proporcional al gesto de satisfacción en su rostro cuando los hermanos –primero uno, luego el otro– finalmente se desmadran, pisan el palito y dejan la oportunidad servida para al fin ponerlos tras las rejas. Allí, tras el último e irracional estallido de violencia de Reggie (que, aunque parezca exagerado en pantalla, retrata fielmente lo que sucedió en la realidad), es donde Helgeland se detiene y, formalísimo al fin, informa con una última placa el triste destino de los tipos que, con trajes elegantes y una fría crueldad, supieron tener sobre el East End –y todo Londres, al cabo– más poder que la mismísima Reina de Inglaterra. Con su caída, de algún modo, también empezaron a caer los locos años sesenta.