La decisión del papa Francisco aceptando la renuncia de tres obispos chilenos –de los 34 que presentaron masivamente sus dimisiones el pasado mes de mayo después de reunirse con Jorge Bergoglio en el Vaticano– es el primer paso de una reconfiguración general de la iglesia católica chilena y, quizás, un anticipo de otros cambios que pueden producirse en la institucionalidad católica a nivel mundial.
Francisco le aceptó la renuncia a Juan Barros (Osorno), Cristian Caro (Puerto Montt) y Gonzalo Duarte (Valparaíso). Los tres obispos –especialmente el primero– estaban implicados de distinta manera y grado de responsabilidad en casos de abusos sexuales en el entorno eclesiástico. Todo indica que no serían estas las únicas dimisiones que serán aceptadas. Además de las responsabilidades directas las hay también de tipo institucional, por ocultamiento de información o encubrimiento, de las que deben hacerse cargo las distintas instancias de la Conferencia Episcopal chilena.
La investigación ordenada por el Papa en el caso chileno todavía está en marcha: regresó a Chile, para continuar recabando información, el obispo Charles J. Scicluna, presidente del Colegio Especial de Apelaciones en casos de abuso sexual de menores por parte de clérigos, dependiente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Estará acompañado por el sacerdote español Jordi Bertomeu (ver recuadro). Fue la información recogida por esos enviados especiales en su primera visita al país andino lo que hizo cambiar la posición de Francisco después de que defendió públicamente a Barros durante su reciente visita a Chile.
El Papa no ha tomado decisiones definitivas. Sin embargo es también un signo que haya encargado del interinato de la diócesis de Osorno a un mapuche, el obispo auxiliar de Santiago, Jorge Enrique Concha Cayuqueo. Por ahora se sabe que Barros estará obligado a tomarse “un tiempo de reflexión” un recurso clásico en la Iglesia cuando se sanciona a alguien, sin decirlo expresamente. Durante ese período habrá conversaciones, diálogos con el obispo renunciante para determinar después si tiene algún futuro eclesiástico y, de ser así, cual será el lugar que desempeñe seguramente lejos de cualquier responsabilidad mayor.
Pero como bien lo han señalado algunas de las víctimas de los abusos sexuales del cura Fernando Karadima (sancionado en 2011 por el Vaticano) “no basta con el cambio de nombres”. Por el contrario –dicen– se trata de “un momento único que puede servir como ejemplo para todo el mundo”.
El propio Papa admitió que cometió “graves errores en la evaluación y percepción de la situación, especialmente debido a la falta de información veraz y equilibrada”. Hacia afuera no hay una apreciación precisa sobre los motivos de tales errores, pero está claro que Bergoglio responsabiliza de ello a la jerarquía católica chilena en su conjunto. Por eso forzó la renuncia colectiva de todos sus miembros. Pero en el análisis tampoco quedan afuera consideraciones acerca de los problemas institucionales que emergen de la situación. No solo fallaron los hombres falla la Iglesia como institución.
El debate que se da ahora en la iglesia chilena se ha convertido en una especie de caso testigo para el catolicismo de todo el mundo. Lo que haga o deje de hacer Francisco ante esta situación tendrá trascendencia para la iglesia universal. Y no solo respecto de las medidas puntuales que adopte. Lo que se le está reclamando al Papa es que se modifiquen las formas institucionales, que se revisen conductas y modos de actuación, estilos y hasta los procedimientos para la designación de obispos para caminar hacia mayor democratización de la Iglesia que incluya, entre otras cuestiones, la participación del laicado también en el nombramiento de los pastores. Tal vez Francisco está enfrentando ahora uno de los dilemas más importantes de su pontificado: avanzar en la reforma estructural y de funcionamiento de su propia iglesia.