Esta vez no tengo que pedir mi cortado. Osvaldo me lo encarga apenas me ve entrar en el bar. Lleva dos café con leche completos en la bandeja y cuando pasa a mi lado murmura: dos desayunos “mediterráneos”, remarcando la palabra con ironía.
Los sirve a mis vecinos de mesa y ya con la bandeja liberada me pregunta a boca de jarro:
–¿Usted está a favor o en contra?
–¿De qué? –pregunto sorprendido.
–¿Y de qué va a ser, de la suba del dólar? Del aborto hombre, del aborto –dice un poco molesto.
–A favor –le digo sin dudar un minuto como para que no se enoje–. ¿Y usted?
–Yo estaba en contra hasta el domingo, pero cambié de opinión. Ahora estoy a favor.
–Ah, sí... ¿y por qué cambió? Ah, ya sé, lo convenció Luciana, su nuera.
–Tibio pero no, fue Olga, mi mujer –me dice con gesto resignado–. Si tiene dos minutos le cuento.
–Claro, pero antes mi cortadito.
–Ya se lo están preparando, no sea tan ansioso, ¿no escuchó que ya se lo pedí?
Y sigue:
“El domingo vinieron a casa a almorzar mi hijo Beto y Luciana, como casi todos los domingos, porque a veces vamos nosotros. La piba cocina bastante bien, y eso que es medio intelectual, como ya le dije. Pero el domingo tocó en casa. Llegaron temprano, para tomarse un fernet conmigo porque la bruja no toma, ¿vio? Aunque a la picada sí que le mete mano. Y con ganas. Salamito, aceitunita, quesito, sardinita, todo en diminutivo nombra pero se mata comiendo. Total, problemas de presión no tiene, no como yo, que no bajo de los 16 desde que me casé con ella.
Pero le cuento. Luciana llegó con el pañuelo verde atado a la mochila, y el Beto también, ‘para hacerle pata a ella, pa’, se ataja para que no lo joda por pollerudo. Así que antes de la primera aceituna la piba preguntó: ¿Y ustedes qué onda, a favor o en contra? Olga rajó para la cocina y a mí no me quedaba más remedio que contestarle, pero no quería discutir, ¿vio? Porque los pibes son divinos y yo lo único que discuto con mi hijo es cómo juega San Lorenzo.
En contra le digo, en contra. Y empiezo con las razones que escuché toda mi vida, desde chiquito, porque mis viejos eran tanos del sur, se vinieron con tres hijos en brazos y acá tuvieron seis más, entre ellos este mozo. Somos nueve hermanos. Y en casa no sobraba nada pero tampoco faltaba. Eso sí, apenas cumplíamos doce años el Tano nos mandaba a laburar. A los trece yo ya era ayudante de cocina en un bar de Laferrere, donde vivíamos. Así que le conté a la piba lo que nos había enseñado el cura de la parroquia del barrio, donde íbamos a merendar y a jugar al fútbol. ‘La vida humana es sagrada’, nos decía. ‘Los hijos son una bendición y el aborto es un crimen’. Ese cura fue un segundo padre y su palabra para mí era la Biblia. Siempre lo recuerdo. Pero se la hago corta: mi mujer a esta altura se asomó a la puerta de la cocina y escuchaba calladita.
Luciana empezó a contestarme con todos los argumentos que se escucharon en estos días, y el Beto asentía y completaba con datos ‘incontrastables, pa’.
Y yo me empecé a calentar: qué datos ni datos, carajo, yo respeto la vida de todos y estoy feliz de tener ocho hermanos sin que a mi vieja ni se le pasara por la cabeza matar a ninguno antes de nacer. Y ahí se pudrió todo. ¿Sabe quien la pudrió?”
–¿El Beto, Luciana? –me atrevo a balbucear.
–No. Olga la pudrió. Sí, mi señora. De repente se paró en el medio del living y me preguntó “¿Pero cómo Osvaldo, ya te olvidaste?
– ¿De qué me puedo olvidar, de qué? –le digo yo re caliente.
–De cuando fuimos a lo de Doña Amalia, al año de casados, cuando todavía vivíamos en Laferrere. Doña Amalia, la que también te curaba el empacho y la culebrilla, pero la plata la hacía con los abortos. Me quedé embarazada Osvaldo y fuimos y aborté con ella. ¿Y también te olvidaste de Rita, la hija de Doña Porota?, la vecina de enfrente, que la dejó embarazada el Ñato, el que vivía en la esquina, y que también abortó con Amalia. La diferencia es que a mí me fue bien y a ella le agarró una infección que casi la manda para el otro lado. ¿Te olvidaste, te olvidaste? –me dijo ya en tono de pelea.
–Le juro jefe, me había olvidado. Se lo juro. Tenía razón Olga, fue así.
“Eramos muy jovencitos Olga, recién empezábamos”, le dije como disculpa sabiendo que no iba a servir para nada. Ya no podía comer ni una aceituna del nudo que tenía en la garganta, ni el fernet me pasaba. Fue Luciana, que es un ángel, la que calmó los ánimos. “Son cosas que pasan en la vida, y a veces las cosas desagradables las olvidamos”, dijo conciliadora. El Beto me miraba y yo sentía una vergüenza bárbara. Luciana, viva, inventó un compromiso y dijo que se tenían que ir. Se acomodaron los pañuelos verdes, Luciana sacó otro y se lo regaló a mi mujer. Como no tenía otro, el Beto sacó el suyo del morral y me lo dio. La piba me acarició la cara y me dio un besazo, y el Beto creo que me pegó un abrazo tan fuerte como el que nos damos cuando festejamos algún gol de San Lorenzo. “El miércoles nos vemos en la plaza”, le dijeron los chicos a la Olga cuando se fueron. A mí no me dijeron nada porque saben que a esa hora laburo, pero a lo mejor cuando salgo me doy una vueltita y los busco. Eso sí, al pañuelo verde no creo que me anime a ponérmelo, es que me siento traicionando al cura que me enseñó a pegarle de zurda, ¿vio?