Mientras escribo esta crónica, poco antes del jueves 14 de junio, sueño con cámaras de televisión recorriendo las tribunas del Luzhniki Stadium de Moscú y, entre la informe masa, posarse sobre una imagen que transfigurará por un rato el paisaje neotradicional ruso. Porque en la ceremonia de apertura del Mundial, si las autoridades cumplen su palabra, se habrá autorizado la presencia de banderas del arcoiris. También en los eventos callejeros. Toda una afrenta al vintage conceptual de “los valores rusos”, engarce tan imaginario como cualquier otro catálogo de valores, aunque en este prima la obsesión maníaca por la sexualidad normativa y no tanto las gestas monumentales del pasado. La estampa de los actuales millonarios rusos dista mucho de los que poblaban los murales del proletariado vencedor del 17, y el influyente clero de la Iglesia Ortodoxa de hoy poco tiene que ver con los santos locos del imperio zarista. Un pueblo sexualmente en regla, y sin desvíos feministas del tipo las Pussy Riot, es para los rusos contemporáneos una baza identitaria contra Occidente.
Pero esta vez el atrevimiento de los activistas lgtbi cuenta con el calculado permiso de la burocracia estatal. Porque, vamos, tampoco han de querer los custodios de la moral rusa cargar con el sambenito de necios y prestarse, así nomás, al chachetazo de las patrullas demoliberales europeas y sus usinas ideológicas. Los responsables prometen una “cálida acogida” a todas las diferencias, y hasta la Federación Deportiva Rusa LGTB organizó “casas de la diversidad” en Moscú y San Petersburgo, donde se podrán ver por televisión los partidos y visitar exhibiciones temáticas.
Sin embargo, apenas se apaguen las luces del Mundial, y los extranjeros vacíen la escena, volverán a circular por las redes, y ya sin censura, los videos filmados por grupos como Okkupái Pedofiliái, que se dedican a realizar para un público juvenil entrevistas “sátiro-filosóficas a los pederastas” (pederastas y gays para la cultura popular rusa es lo mismo) infligiéndoles humillaciones y laceraciones. Subsuelo violento de una pluriestado que aspira a toda velocidad a diferenciarse de Occidente, y encontrar vías transitables de cohesión para nacionalizar las particularidades étnicas y religiosas de su inmenso territorio. Los medios de comunicación, propagadores de la discriminación, ofrecen productos tan sutiles como Dmitri Kiseliov, que tiene un programa semanal político: “Considero que es insuficiente multar a los gays por hacer propaganda de la homosexualidad entre los adolescentes. Hay que prohibirles que puedan donar sangre, esperma, y sus corazones, en caso de un accidente automovilístico, deben ser enterrados o quemados como impropios para la continuación de otra vida”. Se entiende contra qué dinosaurios tiene que batallar el líder activista Igor Victorovich Kochetcov, director de la “Red lgtb rusa”.
EL ACORAZADO HOMOSEXUAL
Parar la pelota de la homofobia local, aprovechando el clima cosmopolita: tal es el mensaje de la loca tribuna embanderada. Una afrenta, la suya, justo en el campo de juego de la más salvaje masculinidad heterosexista. Una audacia, que ojalá no sea respondida con violencia etílica callejera, y cuyo objeto más urgente será repudiar los centros de detención clandestina de gays en Chechenia. Chechenia forma parte de la Federación Rusa, como un país subalterno que conserva cierta autonomía para urdir actos paraestatales de barbarie, como la partida de caza contra homosexuales el año pasado. Putin se desentendió de las denuncias de activistas y periodistas; a él le irrita hablar de esas cosas, como si no hubiese otras cuestiones geopolíticas más trascendentes que decenas de maricas asesinadas, torturadas o exiliadas. Seguramente, la razón central de esa cacería fue el deseo de cautivar a un pueblo de mayoría musulmana, a veces seducido por el separatismo, y siempre por el detrito de sus prejuicios atávicos, como el concepto de honor propio de sociedades patriarcales. La guerrilla separatista chechena lucha contra el dominio de Moscú, cuyo garante es precisamente el presidente checheno Kadyrov: el muchachón es una barrera de contención de los separatismos de la región asiática. Por eso, Putin prefiere arriesgarse a hacerse el sordo frente a su caudillismo criminal.
SI EN ESTE PAÍS NO TENEMOS SEXO
Pero, ay, alguna vez Rusia fue muy sexy. Repasando Homosexualidad y revolución, un libro de 2001 traducido por Mario Iribarren para la editorial Final Abierto, el investigador Dan Healey nos acerca al intenso homoerotismo de los célebres baños de Moscú y San Petersburgo durante el proceso de modernización zarista. La homosexualidad masculina estaba imbuida todavía de esa atmósfera erótica que les llegaba de los confines asiáticos, y prosperaba una agitada subcultura urbana, en absoluto importada de Europa. El espectáculo de esos cuerpos desnudos entre vapores interclasistas –la figura del joven soldado que fuera de foco prestará servicios sexuales al duque moscovita– sorprendía a los observadores europeos habituados a las leyes contra la sodomía vigentes en sus países, sobre todo en los códigos de los ejércitos. Los intercambios carnales entre el aristócrata y el sirviente creaban todo un emprendimiento prostibulario feudal, que se tomaba muy en serio y, según la tradición solidaria campesina, el producto de la oferta sexual en los baños debía repartirse entre todos los tetki (pederastas por dinero). Semejante “equipo de trabajo depravado” se burlaba del sobreactuado puritanismo del clero.
Lejos de ese comercio a la vez público y clandestino de los varones, las mujeres lesbianas aprendieron a reconocerse primero en los salones y al día siguiente en la calle; la ropa casi masculina era el santo y seña, y cierta literatura era el trending topic en las redes sociales que las vinculaba. Miren ustedes cómo la vida cotidiana de la disidencia sexual en las grandes ciudades rusas se había adelantado a las liberalidades de Occidente, y por suerte tardó en verse reflejada en la literatura psiquiátrica higienista. Ni siquiera cuando el Zar Nicolás II se abrió a las experiencias punitivistas europeas contra la sodomía, para modernizar el Estado, la represión llegó a mayores.
Por debajo de la “superficie tersa del poder eufemístico” (que bella definición) las condenas fueron mermando hasta casi desaparecer en las grandes ciudades durante el zarismo tardío. Un expediente de provincias (siempre más fieles a la tradición), en cambio, da cuenta de un cochero que satisfacía los deseos sexuales de su patrón y la esposa: “Ushakov fue descubierto cuando se descubrió que la mujer había quedado embarazada”.
Después de producida la revolución del 17, la vanguardia política decidió derogar la ley contra la sodomía. El objetivo no fue tanto liberar del castigo a las locas sino, más bien, romper con el concepto occidental de sexualidad, amarrado a la alienación capitalista de la época. O sea, fue un experimento legal contra la moralidad burguesa.
Pero el recambio patriarcal nacionalista de Stalin pudrió todo. De nuevo se castigó la disidencia sexual (sin ser mencionado en la ley, el estigma de sodomita incluía ahora al clero ortodoxo), en un tiempo que se precisaba forzar el familiarismo heterosexual de una sociedad siempre lista para la guerra, potencia ya económica y tecnológica.
El confinamiento y masacre de locas en los Gulag, y los tratamientos psiquiátricos y hormonales, habrán al cabo persuadido al estalinismo de que en la Unión Soviética no existía más la homosexualidad. Y si emergía alguna loquita por ahí, pues derechito al casamiento, que es la mejor terapia.
Fíjense cómo homosexualidad, pueblo y clero se cruzan en Rusia cada vez que hubo un giro de posición. Con Stalin, la iglesia era sospechada de favorecer la degeneración de la moral sexual eslava; con Putin es la aliada principal en su reconstrucción imaginaria de una tradición nacionalista que abreva en Europa y en Asia. Y tanto en Stalin como en Putin (un ex KGB), el síndrome extranjero que puede enfermar el cuerpo de Rusia es aquel transmitido por la sexualidad burguesa de Occidente.
Poco antes de la caída definitiva del bloque soviético, en un programa puente televisado entre Estados Unidos y la URSS, una mujer exclamó que en el país “no tenemos sexo”. Y no, si de eso todavía hoy no se habla, y con Putin semejante silencio acompañó la purga antigay en Chechenia. La bandera del arcoiris, aprovechando el tiempo profano del Mundial de fútbol, hablará y dará que hablar. Quizá, con el armario abierto, se dará a conocer el sexo de las Matrioshkas en su gracioso devenir.